lunes, 15 de julio de 2013

Madrid, estación fantasma

Saliendo de la estación de Atocha. Ben Lerner. Mondadori. 208 páginas. 

“Al terminar de cenar estábamos borrachos y mientras nos dirigíamos haciendo eses al piso de Teresa pensé para mí: La vida que llevo aquí es maravillosa, da igual si es la mía o no.” 

El que pronuncia esta frase es Adam, el narrador de esta historia, y quizás sea una de las frases más representativas de Saliendo de la estación de Atocha. Porque si algo hay en esta novela son vaivenes (o eses): los del protagonista entre dos mujeres, Isabel y Teresa, y también entre sus Estados Unidos o la España en la que ha caído gracias a una beca de investigación. 

Vaivenes y la propia vida que traquetea por encima de ellos. Por eso la frase resume muy bien el espíritu de la obra de Lerner. Esa vida, que cuando menos te lo esperas te asesta un golpe y te noquea, es la que viven los protagonistas en una ciudad muy reconocible. Lerner nos traslada a Madrid en sus páginas, al Madrid de 2003, y lo hace de la mano de Adam, un poeta emergente que es becado para llevar a cabo una investigación en torno a la poesía española. 

Adam llega desde Providence y sufre evidentes problemas de adaptación social, la soledad del que llega; el englishman in New York trasladado a Madrid en la piel de un norteamericano tímido e introvertido. Poco a poco vemos su aclimatación, llevada a cabo entre marihuana, alcohol y tranquilizantes auto prescritos desde su azotea en la plaza de Santa Ana. Esa adaptación da un paso importante –y quizás vital- cuando, en un espacio corto de tiempo, conoce a Isabel y a Teresa en dos fiestas. Pero, ¿qué puede importar que, en sus estas nuevas relaciones, juegue a reinventarse una vida que no es la suya si, cuando termine su beca, probablemente no vuelva a ver a esas personas nunca más? 

Adam, arrastrado por esa idea de una estancia temporal en España, convierte todas sus relaciones en una especie de impostura (quizás el mejor ejemplo sea la “noche de lujo” que pasa con Isabel). El poeta se deja llevar peligrosamente por una espiral de mentiras que se complicará cuando, tanto con Isabel como con Teresa, comience a entablar relaciones más serias, a intimar y empiece a experimentar algo más hacia ellas. 

Es en ese momento cuando la vida asesta ese golpe que siempre tiene reservado. Es 11 de marzo y, cuando Adam sale al Paseo del Prado, escucha sirenas, bomberos, ajetreo, una ciudad estremecida que no sabe qué ha pasado, pero que sí sabe que, sea lo que sea, es muy grave. Quizás, es el punto de inflexión más importante en el personaje, que empieza a reconocerse como parte de la historia y la sociedad, acudiendo a las manifestaciones de la mano de Teresa. Ben Lerner ha creado un Madrid reconocible en casi todas sus vertientes, sobre todo en los días posteriores al atentado, en los que podemos ver al pueblo madrileño confundido, aturdido y en una situación de convulsión social. Y lo ha construido desde la experiencia de un personaje extranjero, lo cual no hace otra cosa que ayudar a generar tensión y a que nos sintamos tan confundidos como él, pese a conocer bien el periodo en el que se asienta la trama. 

A partir de entonces vemos un Adam entre dos aguas, más todavía si cabe. Entre dos países, entre dos vidas, entre dos mujeres; un Adam confundido, que no sabe nada sobre él mismo ni sobre nadie. Un poeta al que algún día se le terminará la beca y no sabe qué vendrá después, ni siquiera sabe qué es lo que quiere que venga. Un joven que se debate entre la idea de quedarse e intentar llevar una vida en Madrid (porque, como le dice Teresa, “ya puede vivir en español”) o volver a su casa y a su vida anterior. Un chico que no sabe si correr detrás de Isabel a Barcelona o permanecer con Teresa en su piso de Madrid. Una dualidad constante que arrincona al protagonista como un púgil en manos de su rival. 

“Un poco antes de las diez sonó el timbre y bajé a la calle y me encontré con Teresa. Me besó en los labios y me enamoré de ella”. Un chico que, a pesar de esta tajante afirmación, poco antes había pensado algo parecido de Isabel. El protagonista es un reflejo de sí mismo y de su generación –la nuestra-, un nido de confusión en todas sus versiones posibles; un trasunto perfecto de la situación social con la que se solapa, las fechas posteriores al 11M y a las elecciones generales que llevaron a Zapatero a la presidencia del Gobierno. 

El escritor norteamericano consigue trasladarnos esta disyuntiva: nos sorprenderemos aconsejando internamente a Adam para que se quede o se vaya, para que vuele detrás de Isabel o se quede con la dulce Teresa. Ben Lerner consigue hacernos partícipe, desde los ojos ajenos, de una ciudad que ya vivimos con intensidad sin centrarse exclusivamente en ella; hay que destacar que el protagonismo de esta novela no recae en Madrid ni en el momento histórico, pese a su innegable importancia como giro narrativo. El peso de la novela lo cargan en su espalda los personajes, que piensan, se mueven por celos, por amor, que son, en definitiva, humanos que sufren y padecen, que aciertan y se equivocan, que son personas, con sus buenas y malas connotaciones. Y ese es el gran acierto que convierte a Saliendo de la estación de Atocha en una novela remarcable en la actualidad literaria norteamericana.

Publicado en Otro Lunes (nº 28)

Huir de Ítaca

La misma ciudad. Luisgé Martín. Anagrama. 136 páginas. 13’90 €. 

Estamos hartos de escuchar que la vida cambia de un segundo para otro. Y estamos hartos de escucharlo porque cualquiera podría comprobar en cualquier momento que así es. Los tópicos a veces son ciertos. Luisgé Martín ahonda en esta, y otras cosas, en La misma ciudad

El día antes de que su vida cambiase por completo, Brandon Moy se topó en las calles de Nueva York, frente a la cristalera de un restaurante, con su viejo amigo Albert Fergus y su novia Tracy. Seguro que os ha pasado que os encontráis con alguien del pasado y el encuentro os deja con un sabor agridulce en el paladar. Al protagonista le ocurre algo similar: su amigo Albert Fergus ha tenido una vida plagada de aventuras, éxito, viajes, relaciones con mujeres… pero, ¿y él? ¿qué ha hecho él de su vida? Su matrimonio con Adriana y su hijo Brent parecen no llenarle lo suficiente y ve su vida completamente plana y vacía. 

Entonces, de repente, un estruendo. Nadie entiende nada en la ciudad. Ha llegado el 11 de septiembre y con él la barbarie que todos recuerdan –recordamos-, la herida que aún sangra, abierta, en el subconsciente de cada persona. La vida ha cambiado, como siempre, sin avisar. Moy ve en ello una oportunidad y, alentado por la incipiente crisis de los cuarenta, y por la suerte de llegar tarde a la oficina justo en el día en que un avión se estrella en la planta en la que él trabaja, decide dar un vuelco de 180 grados a su existencia. “A los cuarenta la felicidad se convierte en un asunto que concierne solamente a los demás”, dice el personaje en plena crisis. Porque el arrebato renovador es, en esencia, una crisis llevada al extremo. 

Lo primero será lo más duro: olvidarse de su mujer y su hijo, de su casa, de su escalera; obviar un pasado tan confortable como tedioso, a priori, para crear una nueva forma de vida. A partir de ese momento veremos a un personaje completamente distinto, un hombre que roba, para subsistir primero, por el mero hecho de hacerlo, después; que se crea una identidad falsa –Albert Tracy-, que se encuentra con mujeres al azar, que tontea con drogas… “Sólo merece la pena vivir si se hace con exageración”, dice el personaje, y a esa vida se lanza para experimentar lo que no ha podido, sabido, o querido en todos los años anteriores. 

Brandon Moy ha optado, ya en ese momento, por un descenso voluntario a los infiernos y pronto se verá arrastrado a ciudades como Boston, Bogotá o Madrid, donde conocerá al narrador que cuenta su historia. Una huida hacia adelante, muy austeriana, en la cual conocerá a grandes personajes, como el propio Auster, y empezará a verse con otras mujeres como Daisy o Alicia, a las que acompañará, y que con el tiempo le llevarán a pensar que está llevando una y otra vez su vida pasada, para la que siempre tiene un recuerdo, personificado en la foto de su hijo que guarda siempre con él. 

“Recorrerás las mismas calles siempre”, decía Kavafis en el poema que actúa como uno de los hilos conductores del libro. Y es que, al final, cada uno termina estando donde le corresponde estar, y por mucho que trate de huir, acaba transitando los mismos escenarios una y otra vez. 

Luisgé Martín nos habla de las segundas oportunidades, de la brutalidad de la vida, de la vigencia del pasado a pesar de que intentemos cambiarlo u obviarlo, y del destino, con un giro algo tragicómico en la última página que nos hará preguntarnos si cambiarlo todo vale o no la pena y si es verdad que “en la acera de enfrente todo va mejor”. La misma ciudad es una novela solvente, obviando todo lo que se dice sobre si es más real o menos; es simplemente una novela.

Publicado en Otro Lunes (nº 28)

jueves, 11 de julio de 2013

La amistad y la derrota

Lo que mueve el mundo. Kirmen Uribe. Seix Barral. 240 páginas. 19 €. 

El amigo del que más literatura he aprendido aseguraba en su crítica de Bilbao-New York-Bilbao, primera novela de Kirmen Uribe, que el escritor había conseguido crear un hogar en sus páginas, con lo difícil que resulta esa labor para un novelista. Hoy, después de leer Lo que mueve el mundo, podría concluir que tal vez esa sea la mayor seña de identidad en su narrativa: la creación, milímetro a milímetro, de un hogar. 

“Los peces y los árboles se parecen”. Con esta afirmación comenzaba la primera, y en ella se adivinaba por dónde iba a transcurrir la historia que Uribe nos quería contar: una historia sobre el mar, de marineros, sobre una familia de pescadores, la del Dos amigos. En esta segunda novela, la primera frase también nos revela la “excusa” con la que Kirmen Uribe nos adentrará en su historia, en este caso, los niños evacuados del País Vasco durante la guerra. 

Así conocemos a Karmentxu, la protagonista invisible de este cuento, una de esas niñas que, tras el devastador bombardeo de Gernika por parte de las fuerzas germanas, partió desde Bilbao hacia Gante, donde fue a parar a la casa del escritor Robert Mussche. Y digo protagonista invisible porque Karmentxu, a pesar de estar siempre presente, no aparece apenas en la historia de una forma tan evidente. Es la excusa, una especie de macguffin, para que conozcamos a Robert, el verdadero héroe de esta novela. 

A éste lo conocemos, en parte, a través de su relación con Herman, su mejor amigo, al que termina por perder de alguna manera. Porque hasta a los amigos es difícil mantenerlos a tu lado. “Y uno piensa cómo es posible que personas que un tiempo estuvieron tan cerca estén luego tan lejos; que las mismas personas que una vez se llevaron tan bien luego reaccionen con amargura, con rabia despiadada, como el peor de los amantes”, escribe el autor. Pues, quizás porque la amistad es, en última instancia, igual de potente que el amor y la traición duele incluso más cuando es perpetrada por tu mejor amigo. 

Una vez escuché decir a un reportero de guerra que un conflicto era capaz de sacar a relucir lo mejor y lo peor de los hombres. Como si atendiese a esta frase, descubrimos poco a poco la vida de Mussche, que desde la sombra cambió por completo el curso de la historia. Y la conocemos gracias a su hija Carmen, quien apenas pudo conocerlo, que le regala al autor la historia de su padre para que escriba esta novela. 

En ocasiones para ganar hay que arriesgarlo, o incluso perderlo, casi todo. En toda historia hay ganadores y perdedores, es inevitable, pero no siempre pierde más el que cae derrotado. Es el caso de esta historia: Robert Mussche ganó una “hija”, pero poco después perdió la vida en un buque-prisión nazi durante la Segunda Guerra Mundial; Herman, el chico tímido, mejor amigo de Mussche, ganó a su mujer Vic, pero perdió a su mejor amigo y alma gemela; la familia de Karmentxu ganó la seguridad y la vida de sus hijos, pero en ese movimiento los perdió a ellos mismos… Y así continuamente, toda historia encierra ganadores que pierden y perdedores que, alguna vez, ganan. 

Con Lo que mueve el mundo, Kirmen Uribe vuelve a una estructura más convencional, después de la fragmentaria Bilbao-New York-Bilbao. Y consigue solventarlo de una manera efectiva, pese a no brillar tanto como su predecesora. Le faltan para ello el encanto de esas pequeñas historias que nos emocionaron en la novela anterior: las lápidas de los enamorados, el naufragio del buque en plena orilla, el gesto del padre a su hija (maite, maite)… Esas historias cotidianas que, finalmente, terminan por dotar a la narrativa de una identidad y una voz únicas.

Publicado en Punto de Encuentro