miércoles, 9 de octubre de 2013

Cuando calla el cielo

Las lágrimas de San Lorenzo. Julio Llamazares. Alfaguara, 2013.

Las historias que envuelven a un padre y un hijo, por lo general, son de una belleza especial. Se me ocurren, sin pensar demasiado, La carretera, La invención de la soledad… La historia que narra Llamazares en su última novela, en esa línea, no es más que la historia de amor de un padre hacia su hijo envuelta en los recuerdos que le suscita la lluvia de estrellas veraniegas durante la noche en la que narra –recuerda, piensa– todo.

Es la noche de las perseidas y el protagonista está esperando que caigan las estrellas del cielo con su hijo Pedro. Es el comienzo de la historia que nos envuelve. El comienzo del fluir de la memoria para el protagonista, que recuerda a su padre, que un día también estaba ahí con él esperando que el cielo se cayese al mar con todos sus dioses.

Es el principio de un deambular por la memoria, por la pasada y por aquella que es proyectada hacia el futuro: ¿qué será de mi hijo?, ¿cómo vivirá cuando yo no pueda estar con él?, ¿qué recuerdo estaré forjando en su memoria?, ¿será capaz de sustituirme por otro alguna vez? La memoria es el centro sobre el que se construye esta historia. La memoria, como podemos ver en seguida, en dos direcciones. El avance del tiempo, que nunca para, la vida como río que va al mar a buscar la muerte. Quizás este sentimiento para con el tiempo quede resumido a las mil maravillas en esta frase del protagonista: “la tragedia de los profesores es que cada curso que pasa tenemos un año más, mientras que nuestros alumnos tienen los mismos siempre.”

Mientras la noche avanza, como metáfora de la vida, el padre va aprendiendo cosas sobre el pequeño Pedro: sus miedos, sus reacciones con respecto al divorcio, la posibilidad de que piense que él ha estado huyendo, el rechazo que podría llegar a ocasionarle esta supuesta huida… Porque el protagonista de la novela, profesor de universidad, lleva años viajando de ciudad en ciudad, recorriendo Europa con el único afán, aunque él no quiera reconocerlo, de huir de su anterior vida. Esa vida que cuando perdemos nos llama con el poder de las sirenas, esa voz que o nos atamos a un mástil o acaba por devorarnos las entrañas. La vida, en definitiva, que disfrutaba junto a su ex mujer Marie, madre de su hijo. “Era hija de emigrantes españoles, de ahí que hablara español a la perfección. Eso sí, con suave acento francés, lo que la hacía aún más atractiva.” Esta es una observación a priori muy normal. Sin embargo, en lo más profundo de su significado late ese amor perdido, esa nostalgia que siente ahora hacia ella y hacia su propio hijo, cada vez más lejos.

Sin embargo, como recuerda que le decía su madre, nadie muere mientras brilla su estrella. Y el amor, como la vida y la muerte, tiene su propia luz y sus destellos. Eso es lo que parece pensar el protagonista sobre su anterior vida, a la que siempre parece tener una pequeña esperanza de volver. Como siempre parece tener la ilusión de volver a ver a su tío desaparecido en la Guerra Civil, al que estaba acostumbrado a ver en un retrato en casa de la familia y al que todos dieron por muerto a pesar de nunca haber recibido la noticia, o a su propio hermano, fallecido en un accidente cuando aún era un niño. Porque la mente de los hombres los hace –nos hace– que vivan en un engaño constante, creyendo que los imposibles, en algunas ocasiones, no lo son tanto.

Pasa la noche y Pedro y él siguen ahí parados mientras se da cuenta de que han pasado doce años desde que nació y que en su vida ya empieza el descenso. Toda esta nostalgia pesarosa es aderezada por el silencio, la estampa de las perseidas dejándose caer sobre el lecho salado del mar y los recuerdos que invaden la memoria del protagonista a traición mientras, como si fuese la última vez, porque cada vez lo siente más distanciado, echa la mano sobre el hombro de su hijo para protegerle de la brisa nocturna de Ibiza.

Las lágrimas de San Lorenzo en este caso son metafóricas, ficticias, enfermizas, porque la nostalgia, al fin y al cabo, es una especie de enfermedad. A través de una estructura que se fragmenta y desfragmenta entre recuerdos del padre fallecido, pensamientos y retornos mentales a la casa familiar, consejos fallidos al joven Pedro y lamentaciones por la vida y el tiempo perdidos, Julio Llamazares reflexiona y cuenta una historia sobre el paso del tiempo y las raíces, sobre los lazos familiares y la importancia de mantener viva siempre la esperanza. Una historia, en definitiva, sobre el amor de un padre por su hijo y el recuerdo de cuando él mismo era todavía el hijo al que echaban la mano por encima del hombro para protegerlo del frío. Un recuerdo de cuando era plenamente feliz.

Publicado en Otro Lunes