miércoles, 18 de septiembre de 2013

Memorias de estío

Todo lo que una tarde murió con las bicicletas. Llucia Ramis. Libros del Asteroide, 2013. Prólogo de José Carlos Llop.

“Ocultar los recuerdos como si fueran guerreros de juguete que perdieron la vida en una batalla ficticia. Los enterramos a los pies de un árbol, rezamos un par de oraciones y los olvidamos al cabo de unos días. Una tormenta y el tiempo remueven la tierra. Del lodo resurgen, maltrechos y descoloridos, aquellos guerreros infantiles que dábamos por desaparecidos.”

Siempre que termino una novela me gusta extraer una frase que la pueda identificar o resuma con brevedad lo que transmite. En el caso de esta obra nunca tuve duda de que tenía que ser este bellísimo párrafo. Para la narradora que nos cuenta esta historia esa tormenta se llama paro y la consecuencia más directa del chaparrón es que tenga que volver, con la treintena ya cumplida, a vivir en casa de su familia.

En la primera página la autora despeja la duda que muchos tendrían en caso de leer el libro sin ver antes la nota aclaratoria: “Esto no es una autobiografía”, escribe. Sin embargo, aunque a lo mejor no es la de la propia autora, la novela sí es una autobiografía en el sentido menos taxativo de la palabra. Es la autobiografía de un personaje, la narradora, que cobra vida y nos cuenta en su voz las vivencias de varias generaciones.

La escritora habla, fundamentalmente, de la familia y del paso del tiempo. De la familia como una unidad vehicular entre el pasado, el presente y el futuro; y del paso del tiempo como el pie a la introspección de la narradora y como el modo que tiene de conocerse a sí misma a través de los demás.

Todo lo que una tarde murió con las bicicletas –título nostálgico en su misma esencia– supone una mirada al pasado, una evocación de las largas e interminables jornadas estivales, en las que apenas nada importaba, hecha desde la madurez y la dureza del presente para la narradora de la historia. 

A lo largo de las páginas Llucia Ramis da una pequeña vuelta de tuerca a las novelas de sagas familiares, reinterpretándolas para obtener un resultado que nada tiene que ver con ellas, a las que supera –o actualiza– se mire desde donde se mire. Y lo hace con una escritura pausada, no pensada para aquellos que sólo degluten palabras, que se disfruta en cada línea, se degusta en cada intersección. La obra de Ramis conserva el sabor y el olor del verano para rememorarlo desde el más despótico de los inviernos. La escritura transcurre lenta, asemejándose a ese propio estío para el que parece idónea, y cargada de pequeñas historias familiares que azuzan a la trama central en una constante pugna entre el lirismo y la crudeza. 

La continua aparición de estas anécdotas familiares –historias de abuelos, padres e hijos–, así como la importancia de los detalles que la autora desliza entre los pensamientos de su personaje, tildan la novela de un estilo intimista que aporta esa porción de realidad que toda ficción necesita, por inventada que sea.

No querría terminar de hablaros de esta obra sin reseñar el prólogo que le dedica José Carlos Llop a Llucia Ramis, que merece –al menos– un párrafo. Una introducción delicada, personal y cargada de buenas palabras y memorias con la que abre de forma magistral este libro. Si yo fuese Llucia –ya me gustaría escribir la mitad de bien– estaría orgullosísima cada vez que la leyese.

Publicado en Punto de Encuentro

lunes, 2 de septiembre de 2013

El dramaturgo y el mar

Shakespeare y la ballena blanca. Jon Bilbao. Tusquets Editores. 232 páginas. 

Probablemente si antes de leer este artículo te levantas y preguntas a la gente de tu alrededor cuál es la ballena más famosa de la Literatura, la mayoría te responderá, sin dudar, que es Moby Dick. Y efectivamente lo es. Y si, antes de volver a sentarte, haces preguntas sobre Shakespeare, las respuestas que obtendrías podrían ser divagaciones sobre El sueño de una noche de verano, llevada al cine en algunas ocasiones, sobre la archifamosa película Shakespeare in love, que da pinceladas sobre la vida y obsesiones del dramaturgo, con mayor o menor acierto; y, si tienes algo de tino, quizá te hablen de Hamlet, MacBeth o Ricardo III

Jon Bilbao, de un plumazo, o más bien en unas cuantas páginas, rompe en cierta manera con esos mitos. O quizás sea más acertado decir que nos proporciona una visión distinta de ellos. En su nueva novela, el escritor asturiano nos habla de un Shakespeare muy distinto al que nos han retratado en otras ocasiones. Un Shakespeare que se enrola, o lo enrolan, en un barco lleno de marineros y militares, junto a una compañía de teatro, para ofrecer unas representaciones a la corte danesa en nombre de la reina Isabel de Inglaterra.

Shakespeare y la ballena blanca narra las tribulaciones del Nimrod cuando es atacado varias veces por una ballena de aspecto siniestro que incluso porta cadáveres humanos sobre su propio cuerpo, trofeos de ataques anteriores a otros buques. Para Shakespeare el encontronazo con la ballena supone la perfecta excusa para echar a rodar la maquinaria creativa y ponerse a imaginar lo que él considera que será la gran obra maestra de su carrera. Una representación con la que revolucionará la manera de hacer teatro y quedará para siempre en la memoria colectiva, una idea que, llevada a cabo de la forma idónea, confirmará que, como dramaturgo, es un adelantado a su tiempo.

La escritura de Jon Bilbao es envolvente –lírica en ocasiones, directa en otras– y nos adentra en un mundo novelesco, con puntadas de ficción clásica, en el que alternamos la aventura del navío con los recuerdos del Bardo, en forma de flashback, alucinaciones o simples evocaciones que surgen mientras fabula con su nueva creación. Son esas analepsis las que Bilbao aprovecha para contarnos, acertadamente, algunos episodios de la vida de Shakespeare que humanizan al personaje, lo acercan al lector y ayudan a comprender mejor algunas de sus obsesiones patentes a lo largo de la novela.

Por otra parte, el Londres oscuro de la época, el de las tabernas, el de Marlowe y el conde de Essex, queda retratado a la perfección sin que los personajes lleguen siquiera a pisar su suelo sucio. Igual que el retrato del Shakespeare dramaturgo, perfectamente dibujado en las páginas de la obra. A pesar de que nunca le vemos escribiendo ningún acto, podemos intuir en el personaje al genio innovador que fue William Shakespeare. Su lucha por la inclusión de mujeres representando sus papeles, su aversión a que estos fuesen interpretados por niños, su obsesión por los decorados del Globe o, incluso, su ferviente creencia en derribar la cuarta pared y hacer al espectador partícipe de la obra; todo eso queda perfectamente ensamblado con el Shakespeare que imagina, recuerda, y sufre temores.

La construcción de los personajes mediante la alternancia de momentos “a tiempo real” y remembranzas del pasado permite conocer el porqué de algunos comportamientos y reacciones, véase la rivalidad entre Shakespeare y Marlowe, por ejemplo, así como oculta la información precisa para mantener al lector esperando desenlaces hasta el último momento. Será la amistad entre el Bardo y Henry Wriothesley, conde de Southampton, la que aporte el giro final que ayude a entender por qué el escritor no sigue adelante con la que, considera, será su gran obra.

Poco a poco, las ideas de Shakespeare para su obra de teatro se funden con la realidad del Nimrod hasta el punto de fundirse casi por completo. Pero… ¿pensó Shakespeare el Moby Dick que escribiría Melville un cuarto de milenio después? Es imposible saberlo con certeza, pero para qué queremos saberlo si mientras tanto podemos disfrutar de fábulas como la de Jon Bilbao. Shakespeare y la ballena blanca es una novela de historia-ficción con muchas referencias y con el regusto a salitre de las luchas que se libraban en la propia Moby Dick o en El viejo y el mar de Hemingway.

Publicado en Punto de Encuentro