Todo lo que una tarde murió con las bicicletas. Llucia Ramis. Libros del Asteroide, 2013. Prólogo de José Carlos Llop.
“Ocultar los recuerdos como si fueran guerreros de juguete que perdieron la vida en una batalla ficticia. Los enterramos a los pies de un árbol, rezamos un par de oraciones y los olvidamos al cabo de unos días. Una tormenta y el tiempo remueven la tierra. Del lodo resurgen, maltrechos y descoloridos, aquellos guerreros infantiles que dábamos por desaparecidos.”
Siempre que termino una novela me gusta extraer una frase que la pueda identificar o resuma con brevedad lo que transmite. En el caso de esta obra nunca tuve duda de que tenía que ser este bellísimo párrafo. Para la narradora que nos cuenta esta historia esa tormenta se llama paro y la consecuencia más directa del chaparrón es que tenga que volver, con la treintena ya cumplida, a vivir en casa de su familia.
En la primera página la autora despeja la duda que muchos tendrían en caso de leer el libro sin ver antes la nota aclaratoria: “Esto no es una autobiografía”, escribe. Sin embargo, aunque a lo mejor no es la de la propia autora, la novela sí es una autobiografía en el sentido menos taxativo de la palabra. Es la autobiografía de un personaje, la narradora, que cobra vida y nos cuenta en su voz las vivencias de varias generaciones.
La escritora habla, fundamentalmente, de la familia y del paso del tiempo. De la familia como una unidad vehicular entre el pasado, el presente y el futuro; y del paso del tiempo como el pie a la introspección de la narradora y como el modo que tiene de conocerse a sí misma a través de los demás.
Todo lo que una tarde murió con las bicicletas –título nostálgico en su misma esencia– supone una mirada al pasado, una evocación de las largas e interminables jornadas estivales, en las que apenas nada importaba, hecha desde la madurez y la dureza del presente para la narradora de la historia.
A lo largo de las páginas Llucia Ramis da una pequeña vuelta de tuerca a las novelas de sagas familiares, reinterpretándolas para obtener un resultado que nada tiene que ver con ellas, a las que supera –o actualiza– se mire desde donde se mire. Y lo hace con una escritura pausada, no pensada para aquellos que sólo degluten palabras, que se disfruta en cada línea, se degusta en cada intersección. La obra de Ramis conserva el sabor y el olor del verano para rememorarlo desde el más despótico de los inviernos. La escritura transcurre lenta, asemejándose a ese propio estío para el que parece idónea, y cargada de pequeñas historias familiares que azuzan a la trama central en una constante pugna entre el lirismo y la crudeza.
La continua aparición de estas anécdotas familiares –historias de abuelos, padres e hijos–, así como la importancia de los detalles que la autora desliza entre los pensamientos de su personaje, tildan la novela de un estilo intimista que aporta esa porción de realidad que toda ficción necesita, por inventada que sea.
No querría terminar de hablaros de esta obra sin reseñar el prólogo que le dedica José Carlos Llop a Llucia Ramis, que merece –al menos– un párrafo. Una introducción delicada, personal y cargada de buenas palabras y memorias con la que abre de forma magistral este libro. Si yo fuese Llucia –ya me gustaría escribir la mitad de bien– estaría orgullosísima cada vez que la leyese.
Publicado en Punto de Encuentro
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