jueves, 13 de marzo de 2014

'El Rayo', un retrato de interiores

El único momento en el que se delata la presencia de la cámara en El rayo es un momento maravilloso. La cámara, que ha seguido a Hassan durante todo su periplo por la España rural, camino de Marruecos, se detiene a su espalda mientras este saluda a su familia. Es entonces cuando uno de los niños mira fijamente un instante a cámara, directamente a los ojos del espectador, y desvela todo lo que se esconde detrás de esta historia. 

El rayo, escrita y dirigida por Fran Araujo y Ernesto de Nova, es una hibridación de géneros. Durante los 86 minutos del metraje saltamos del documental a la ficción, a la road movie o al cine social con la misma facilidad que Hassan salta los obstáculos que se interponen entre su cuerpo y su idea. Él, protagonista absoluto de la película, es un trabajador marroquí afincado en Cózar, que, debido a la crisis económica en la región, decide emprender el camino de vuelta a casa con su única posesión: un tractor al que, junto con un vecino, bautiza como El Rayo.


Con un guión basado fundamentalmente en una arquitectura de localizaciones y una dirección de fotografía preciosista, muy destacable, bajo la firma de Diego Dussuel, la cámara sigue los pasos de este hombre adaptándose al género más próximo en cada momento (aportando tensión con el movimiento vibrante en la noche, ligereza con su deslizamiento en la carretera o estatismo en el rodaje de las conversaciones) sin perder de vista la realidad a la que se circunscribe.

La película funciona en casi la totalidad de sus aspectos, incluso en los momentos en los que alguna situación puede resultar más forzada, todo llega a entenderse y a entrar dentro de ese juego de lo real que propone la película. Sin embargo, si algo destaca por encima de todo, es el retrato de la España profunda y rural por la que viaja Hassan con su vehículo; los encuentros con los vecinos, la representación de la cotidianeidad, la traslación, en definitiva, de una idiosincrasia. El Rayo plantea la representación de una identidad nacional que nunca aparece en la pantalla, la España rural que, pese a existir, permanece latente salvo a ojos de los que la protagonizan.

El cine social desempeña un importante papel también en este trabajo, iluminando una historia que, probablemente, de otro modo no tendría nunca ese foco. Hassan es la cabeza visible de algo más profundo. El film se desenvuelve a la perfección en ese terreno que discurre entre el mero documental y la denuncia, recordando vagamente en algún momento, tanto en forma como en fondo, a la reciente obra de Denis Tanovic, La mujer del chatarrero.

El Rayo es la filmación de un viaje que generará debate. Los límites entre los géneros cinematográficos, la ética cinematográfica, o la propia naturaleza del cine social, son algunos de los temas que pueden entrar a cuestión tras el visionado. Lo cierto es que, lejos de ser un lastre, se agradece mucho cuando una película nos induce al intercambio de opiniones. Y este trabajo de Fran Araujo y Ernesto de Nova lo hace, eso sí, sin abandonar en ningún momento el humor e, incluso, la ternura, representados en ese Ulises en el que se convierte Hassan Benoudra durante su viaje, que a veces se antoja más interior que exterior.

Crítica publicada en Esencia Cine

Ernesto de Nova y Fran Araujo: “No se puede defender el low cost como modelo de hacer cine”

Salen a recibir a cada uno de los periodistas con los que han acordado charlar para presentar su película. Sentados en la primera fila de butacas de Cineteca, donde se estrena, en seguida se muestran como unos tipos cordiales, extrovertidos y felices con su reciente trabajo. “Yo creo que era la película que queríamos hacer”, comenta Fran Araujo, que firma junto a Ernesto de Nova la película El Rayo.

La cinta es una transición entre el documental y el cine de ficción. “Hay un montón de películas que juegan a ese mismo juego. Me siento más cómodo con cine de lo real que cuando dicen que es un documental ficcionado, o una ficción documental”, explica Ernesto sobre este tema. Su compañero escucha atentamente y completa, entre risas: “donde más cómodos nos sentimos es en el término “película”. Al final lo que queremos es que la gente se siente y disfrute como con una película cualquiera”. Sobre esta hibridación formal, Fran continúa diciendo que querían hacer una película clásica. “Pero no queríamos que la forma determinase tanto el contenido como para perder lo que realmente queríamos contar, que son esas cosas de la realidad, no de la mente del cineasta”. 

Bajo esta premisa la película muestra el viaje de Hassan, un inmigrante marroquí que, debido a la situación económica, decide volver a su país con la única posesión que tiene en España: su tractor. Para ello viaja desde Cózar a Algeciras subido en su vehículo. En ese camino, la España rural se convierte casi en un personaje más de la película. “Una de las cosas más importantes era enseñar la España de las carreteras secundarias, la gente de esas carreteras, el mundo rural. La película va de eso”, comenta Ernesto. Para ello, los dos cineastas hicieron el recorrido varias veces antes de rodar. “Hicimos el viaje, una vez con Hassan y otras dos veces solos, e íbamos viendo los sitios”, explica Araujo. “Íbamos localizando, documentando y escribiendo, todo a la vez. Nuestro proceso de escritura fue en la carretera”, completa Ernesto. La complicidad entre los dos directores es máxima y se deja ver en cada una de las intervenciones.


Pero, ¿en qué consiste la labor de dirección en una película de este tipo? Fran Araujo responde a la pregunta con la siguiente afirmación: “lo que nosotros hacíamos era crear contextos donde había muchísima libertad de movimientos”. Según comentan, el guión de la película era una escaleta de secuencias en la que los diálogos iban surgiendo fruto del viaje. El trabajo de dirección se basaba, por tanto, en crear una trama guía. “Marcábamos unos requerimientos técnicos que nos interesaban mucho en la peli y dentro de eso teníamos mucha libertad para cambiarlo todo”. Pero, asegura, “todos y cada uno de los planos de la película están pensados. Hay un artificio bestial detrás para conseguir un contexto donde la sensación que tuviese la gente fuese de total comodidad y no sintiesen esa interferencia, pero nuestra intervención es absoluta”. Lo cierto es que la presencia de la cámara sólo se intuye en un plano en el que un niño clava la mirada en el espectador en una imagen muy poética, que Ernesto califica como “uno de nuestros momentos preferidos de la película porque es como el desvelamiento”. 

Cuando son preguntados por el proceso de creación responden, sin dudar un instante. “Fuimos aprendiendo a hacer la película conforme la íbamos haciendo y lo que intentamos fue crear los contextos en los que pasaran cosas y facilitar que pasaran”. La improvisación tiene un papel importante dentro de esta cinta. Los directores eran testigos del resultado en el mismo rodaje, “estábamos viviendo la película nosotros. Estabas detrás del monitor y no sabías que iba a pasar”, completa Fran, visiblemente entusiasmado. Ninguno de los dos duda a la hora de calificar ese aprendizaje como una experiencia maravillosa y diferente cada día de rodaje. “Aunque quieras hacer una película tienes que estar abierto a lo que ves, no a imponer un discurso cinematográfico exagerado”. 

Hassan Benoudra es el auténtico protagonista de la película, el Ulises de esta odisea rural. “Él siempre da un paso adelante. Tú le propones cualquier cosa y él es un echado para alante”. La descripción la hace Ernesto, que asegura que el protagonista estuvo encantado desde el principio con el rodaje de la película. Durante la travesía se deja ver su personalidad extrovertida y simpática, dejando un hueco para el humor, que desdramatiza una historia que, ellos mismos reconocen, podría hacer sido más dura. “Pero Hassan no lo es”, sentencia Fran, “hubiese sido forzar algo que era falso. Hassan es como es y nosotros quisimos hacer esta película porque él es como es”. El sentido del humor se hace patente durante los 86 minutos del metraje y Ernesto da una pista de cómo consiguieron ese tono. “Rodeábamos a Hassan de gente con la que él sintiera química, con la que se sintiera cómodo, para acercar ese lado suyo, ese sentido del humor que tiene. Si hubiéramos querido sacar un lado más dramático posiblemente le hubiéramos rodeado de gente con la que no tuviera tanta afinidad; y a lo mejor no lo hubiéramos conseguido”.

El estreno de El Rayo está avalado por un extenso currículo de festivales, entre los que destacan San Sebastián, Rotterdam o Dubái. “Es la vida que está teniendo la película”, asegura Ernesto con respecto a este largo recorrido, que incluye también ciudades como Sevilla, Segovia o Lanzarote, entre otras. “Las películas están hechas para que se vean y hay muchas maneras de hacer que se vean. Los festivales son un sitio maravilloso para enseñar las películas”, concluye. Con el estreno en Cineteca asegura que intentarán acudir a la mayor parte de las proyecciones para compartir las impresiones del público. “Es genial poder hacer películas y compartirlas con la gente, que además es lo bonito. Tenemos claro que nuestro trabajo no se termina cuando hemos terminado de hacer la peli”.

“Nosotros quisimos hacer una película para el público desde el minuto uno”, responde Fran sobre la idea de que al tratarse de una película con actores no profesionales, a caballo entre los géneros y de carácter pequeño pudiese alejarla del público. “La gente a veces viene y dice: ‘yo esperaba que fuese algo muy sesudo, muy intenso. ¡Y me he reído!’. Queríamos hacer una película con sentido del humor, que cualquiera que se acercara a verla la pudiera disfrutar”.

No obstante, De Nova es realista a la hora de buscar una razón a la escasa distribución de las películas de este tipo. El miedo es la primera razón que le viene a la mente. “De todas maneras entiendo que es difícil hacer que la gente se acerque a ver estas películas”. Araujo añade con respecto a las preferencias del público: “de hecho yo cuando pusieron Tabú de Miguel Gomes estaba solo en la sala. Y es una de las mejores películas que se han hecho en los últimos años en Europa”. Ernesto de Nova también habla sobre la última película de Tanovic, La mujer del chatarrero, con la que El Rayo guarda ciertas similitudes en forma y fondo. “Hay muchas películas que juegan en este lenguaje de actores no profesionales o personajes reales metidos en un contexto, digamos, de ficción. El año pasado ganó el mejor actor en Berlín y aun así la gente seguramente no se acerque a verla”, dice con cierto aire pesaroso y dubitativo.

Lo que sí dejan claro con rotundidad es que no les gusta la etiqueta low cost que tanto ha sonado en los últimos tiempos en ámbitos cinematográficos. “Básicamente nos molesta un poco”, añade Fran, más categórico que Ernesto, que explica su postura. “No se puede defender un modelo que es insostenible. ¿Que se hace cine sin cobrar? Se hace y se seguirá haciendo. Y seguiremos trabajando gratis, por amor al arte. Pero no podemos defender que ese es el modo de hacer películas”, sostiene. Los dos coinciden a la hora de asegurar que esta idea puede acabar siendo un problema. “Cuando haces una película te estás arriesgando a que te salga bien o mal, y a que la gente la vaya a ver o no. Llega un punto en el que al final vas a acabar haciendo doscientas películas low cost de las cuales sólo tres se van a poder ver. No tiene sentido hacer mucho para ver si funciona. El cine se basa en una serie de decisiones creativas, de riesgos y de personas que si saben hacer bien su trabajo apuestan por películas en las que confían. Entonces, si confías, confías con todas, no puedes estar haciendo este juego extraño de ‘como me salen gratis, vamos a ver qué pasa’”, sentencia con firmeza.

En el momento en el que sale este tema a la palestra, los dos se adentran en un interesante intercambio de opiniones. “Como modelo de cine no es un modelo de producción. No debe ser un modelo de producción”, dice Ernesto. “Pero eso no quiere decir que a mí no me parezca muy bien que haya alguien con ideas, con esa necesidad de ‘tengo que sacarlo como sea adelante’, que haga películas con cuatro duros o gratis. Va a seguir pasando”, concluye Ernesto. “Ahora, que tú quieres liar a tus amigos para hacer lo que sea nos parece increíble y que se siga haciendo”, zanja Fran sonriendo.

Tras la última pregunta los dos se levantan, cordiales, me acompañan y esperan al siguiente en la puerta, como si quisiesen dar un agradecimiento anticipado en forma de bienvenida. El Rayo se podrá ver en Cineteca desde el viernes 21 de marzo.

Declaraciones recogidas en encuentro personal en Cineteca (Madrid), el día 11 de marzo de 2014.

Entrevista publicada en Esencia Cine

viernes, 7 de marzo de 2014

'Oh boy', piedras en el camino al desencanto

El blanco y negro proporciona un halo de atemporalidad a Oh boy que contrasta con la evidente contextualización en la actualidad de la historia narrada. La confrontación entre el pasado y el presente se hace manifiesta en cada giro del viaje que Niko experimenta durante un día y una noche en Berlín.

El movimiento elegante de la cámara de Jan Ole Gerster persigue al personaje durante su “paseo” y se adentra con sigilo en la intrahistoria de la gran ciudad. Los planos de la vida y la rutina berlinesa y el uso de la música, con el jazz como conductor, recuerdan por momentos a Woody Allen, para dar paso, en otros, a ecos sutiles de Wim Wenders. 

Sin embargo, la contradicción generacional se conforma como uno de los temas centrales desde el primer momento. El término “generación perdida”, ya demasiado manido, es personificado en la situación que atraviesa Niko, que atraviesa un pausado camino hacia el desencanto. La incapacidad de conectar con las generaciones anteriores toca su punto álgido en la relación que (no) mantiene con su padre, más preocupado del golf que de la situación de su hijo. A lo largo del film los encuentros interpersonales no son más que una representación de la brecha intergeneracional entre pasado y presente. La joven desequilibrada, la banda de borrachos o el viejo filonazi que entabla conversación con Niko al final de la noche no son sino meras alegorías de ese conflicto entre la juventud y la madurez.


Igual de metafórica es la representación de la ciudad como un ente opresor que permanece ajeno a los problemas y la idiosincrasia de sus habitantes. La fotografía de Philipp Kirsamer coloca a menudo al personaje, en su soledad reflexiva, en mitad de espacios grandes (el bosque, el campo de golf) que contrastan con la tiranía de la gran ciudad. En este sentido Oh boy puede tener resonancias del trabajo fotográfico de la reciente Oslo 31 August (posterior a ésta), con la que guarda ciertas similitudes en determinados aspectos. La opresión de la ciudad y el sistema queda metaforizada en el azar que impide a Niko tomar un café durante todo el día, dando pie a un final de gran fuerza poética que se podría interpretar como un mensaje triunfante, quizás algo sombrío, o como una compleja alusión al inevitable y necesario cambio generacional.

Oh boy supone un retrato de una ciudad y de una época, de un tiempo en el que las soledades se comparten sin dejar ninguna huella visible; eso hace Niko con cada personaje que se encuentra: el viejo, la excompañera de colegio o el vecino. Una representación en la que cada diálogo está sujeto a una clara intencionalidad. La sucesión de hechos y encuentros, ordenados cronológicamente en un guión aparentemente sobrio y sencillo, encierra mucho más de lo que aparenta a simple vista.

El grito mudo de Oh boy no se detiene ahí. Gerster acompaña a Niko en el vagabundeo errático por la ciudad para dar testimonio, además, de incipientes corrientes artísticas, en las que vuelve a entrar en liza la confrontación con el pasado (la película de nazis o el teatro conceptual), y del estado de embriaguez que aturde sistemáticamente a la juventud de los minijobs y contribuye en cierto modo a perpetuar la dominante relación social.

La película del director alemán, que se alzó con el premio a mejor ópera prima en los premios de cine europeo de 2012, es una obra sólida sustentada por un guión cargado de intenciones y múltiples lecturas, y por una interpretación templada y comedida de un Tom Schilling que se ha convertido, gracias a sus últimos trabajos, en una de las caras más reconocibles del nuevo cine germano.

Crítica publicada en Esencia Cine

martes, 4 de marzo de 2014

'Joven y bonita', inocencia de día

Isabelle pierde la inocencia en los primeros compases de Joven y bonita. Y el espectador es testigo de ello a través de una metáfora visual de gran fuerza poética. Mientras hace el amor por primera vez con su novio Felix en la playa ve una imagen de sí misma que la mira inquisitivamente. Cuando vuelve a girarse para mirar, ya no está. Se ha ido junto a su inocencia, a su infancia, a la candidez que, pese a ello, sigue portando su rostro.

La película de François Ozon ahonda en esa etapa inmediatamente posterior a la adolescencia a través del personaje de Isabelle, una joven de diecisiete años de familia acomodada que, tras descubrir el sexo, se ve arrastrada por la doble vida que empieza a vivir. La joven, interpretada por una bellísima Marine Vacht, empieza a tener encuentros sexuales con hombres por dinero. Entra así en el mundo de la prostitución con una pasmosa facilidad.

El cineasta cuenta la historia de Isabelle sin apenas prologar nada sobre su vida anterior: se sabe que es estudiante, que tiene diecisiete años y una vida sin problemas, además se deja ver la buena relación que mantiene con su hermano pequeño Victor (gran acierto Fantin Ravat para el papel). Más allá de eso, nada sobre Isabelle, de la que interesa sólo su presente. Ni siquiera las razones de su decisión, pero sí las consecuencias.

El guión estructura la película en cuatro partes, que se corresponden con las cuatro estaciones en las que transcurre y con las cuatro canciones de François Hardy que suenan, que dotan a la obra de una arquitectura intencionada y ayudan al personaje a desarrollarse a través de los acontecimientos. Sin embargo, será el giro de guión central el que lleve a Isabelle a ver desde otra perspectiva la espiral a través de la que se ha ido dejando llevar. François Ozon introduce los giros de una manera sutil que destella inteligencia.

Con la inclusión de los vuelcos argumentales empieza a cobrar relevancia el entorno de Isabelle con una relación materno-filial que, pese a no ser ideal en un principio, va cobrando consistencia a medida que avanza la cinta. El trabajo de casting es uno de los puntos fuertes de Jeune et Jolie y queda patente en las elecciones de Fantin Ravat y, sobre todo, de Géraldine Pailhas como la madre de la joven, ya que además de guardar un parecido físico creíble, la química que se percibe entre las actrices es grande en la pantalla.


La historia se desarrolla a un ritmo pausado. El espectador acompaña sin prisa a Isabelle en sus idas y venidas de la habitación 6095. Mientras, el delicioso trabajo fotográfico de Pascal Marti deleita con potentes metáforas visuales (la sombra de una mano que se desliza sobre el cuerpo desnudo de ella en la playa; Isabelle entrando y saliendo del metro, en uno de sus encuentros, con unos labios abiertos en la pared del fondo del túnel; o la primera imagen del film, con el cuerpo desnudo de Vacht visto a través de unos prismáticos).

El cineasta lanza, además, reflexiones sobre la facilidad de nuestra época para adentrarse en este tipo de círculos, en una referencia velada a la Catherine Deneuve de Belle de jour, pero también escurre con cuentagotas los momentos de desahogo cómico, encargados de desdramatizar la propuesta cuando se hace necesario.

Joven y bonita supone un recorrido por las pulsiones de la adolescencia y la rebeldía propia de este periodo, personificado en una Marine Vacht soberbia, que interpreta un guión brillante de Ozon con un giro final interesantísimo que obligará al espectador a tomar una decisión y a madurar su opinión incluso horas después de haber visto la cinta.

Crítica publicada en Esencia Cine