lunes, 20 de octubre de 2014

'Galveston', noir humano y filosófico

Galveston. Nic Pizzolato. Salamandra Black. 284 páginas.

Es innegable la importancia que ha tenido la aparición de la serie True Detective (HBO, 2014) en la imagen de Nic Pizzolato como autor. A raíz del éxito mundial de la producción, tanto el público como la industria cultural han elevado el nombre del guionista y escritor a un escalón más alto del que se encontraba. Gracias al éxito de la ficción televisiva, Salamandra Black se ha lanzado a editar la novela que escribió en 2010. Y se agradece.

Lo cierto es que en Galveston se hayan trazas, espitas, de lo que posteriormente sería True Detective. La narración fragmentada en dos tiempos y la Nueva Orleans sórdida de carreteras, pantanos y moteles, rememoran los espacios en los que el escritor situó la historia de Rust Cohle y Marty Hart. Sin embargo, en su novela, Pizzolato configura un relato con entidad propia sobre los perdedores y las huidas hacia delante que estos llevan a cabo.

Roy Cody es un tipo duro profesional, uno de esos sureños con acento que guarda tanto misterio bajo su halo sigiloso. Diagnosticado con un cáncer casi terminal de pulmón y con la sospecha de que su jefe quiere borrarlo del mapa, emprenderá una huida frenética en la que se topará con Rocky, una joven con un pasado muy oscuro, y su hermana pequeña, Tiffany, que le acompañarán en su viaje hacia ninguna parte.

Nic Pizzolato se sirve de un ambiente de tensa, casi opresora, tranquilidad para dar pie a sus diálogos, casi siempre ingeniosos y con cierto tono filosófico de trasfondo. En Galveston nos adentra en un mundo repleto de personajes con pasados traumáticos y futuros dudosos. El fresco casi familiar que dibuja en el motel Emerald Shores es el claro ejemplo de este collage de perdedores que huyen de todo, casi incluso de la vida, en sus páginas.

El escritor proyecta el relato desde el futuro del protagonista, veinte años más tarde de la historia principal, a través de la narración que este hace de los hechos ante otro de los personajes. Esa distancia le sirve para contar el tiempo posterior, la escapada, de un conjunto de personajes quebrados (quizás el mejor ejemplo de esa fractura emocional sea el patético y tristísimo encuentro de Roy con su ex).

Galveston es un noir que se adentra con total acierto en los terrenos pantanosos de la memoria, el principio de la vejez y la lealtad, entre otros temas. Nic Pizzolato demuestra una habilidad exquisita para estructurar su historia en dos tiempos (de la misma forma que haría cuatro años después de escribir esta novela en la muy citada True Detective) y para dotar a los personajes de un cuerpo filosófico y humano de gran entidad. Llena de matices y con algún giro imprevisible, la novela nos mantiene con el interés y la incertidumbre desde la primera “escena” hasta el desenlace, con un encuentro final magnífico, bellísimo y perfectamente narrado a través de la melancolía y el recuerdo de un protagonista profundamente herido por el filo del tiempo.

Publicada en Otro Lunes, nº 34, octubre de 2014

Talking Dust Bowl Blues

Una casa de tierra. Woody Guthrie. Editorial Anagrama, Barcelona. 2014. Edición e introducción de Douglas Brinkley y Johnny Depp. Traducción de Jesús Zulaika. 272 páginas.

El Dust Bowl fue un fenómeno meteorológico propio de la década de los 30 que tuvo lugar en las grandes llanuras norteamericanas. La sequía, que duraba años, provocaba que las corrientes de aire elevasen grandes nubes de polvo y arena, hasta el punto de que, en mitad de las tormentas más violentas, ni siquiera se alcanzaba a ver el sol. El Dust Bowl tuvo lugar en mitad de los años de la Gran Depresión, convirtiendo a la década en uno de los peores periodos para la población rural estadounidense.

La serie de HBO, Carnivàle, reflejó mejor que ninguna producción este lapso de tiempo. El circo ambulante en el que se centraba la producción recorría los grandes espacios, buscando pueblos en los que instalarse durante unos días. En uno de los capítulos asistíamos a una de estas grandes tormentas de polvo. El “viento negro” asolaba el campamento y escondía el sol, proporcionando el ambiente perfecto para la oscura mística que mostraba la ficción de Daniel Kauffman.

En el año 1946, el cantante folk Woody Guthrie se enfrascó en la escritura de su novela Una casa de tierra. Marcado por las vivencias que le proporcionaron las tormentas de polvo, que sufrió en su modesta casa de madera, casi más bien un cobertizo, el artista comenzó a escribir a raíz de unos folletos del gobierno en los que se mostraba a los ciudadanos cómo construir una firme casa de tierra, con ladrillos de adobe que podrían crear con facilidad y que aguantarían mejor las adversidades. Esa es la historia que Guthrie narra, con una prosa popular y poética a un mismo tiempo, en Una casa de tierra.

La narración posee el nervio propio que caracteriza los versos del cantante, crudos y lánguidos. De hecho se puede leer la novela del norteamericano como una extensión al “This land is your land”, el himno folk compuesto por Guthrie en 1940: “When the sun came shining, and I was strolling/ and the wheat fields waving and the dust clouds rolling, /as the fog was lifting a voice was chanting:/ This land was made for you and me.” La última frase, la más reconocida de la letra, repetida varias veces, resuena entre las páginas de Una casa de tierra. La pareja protagonista, Tike Hamlin y Ella May –un matrimonio que ronda los treinta años, sufre para poder pagar sus deudas y facturas y, por si fuera poco, están a punto de ser padres–, sólo anhela un trozo de tierra propio en el que poder construir su vivienda y, por extensión, su nueva vida. 

La imagen de Tike trae a la memoria la del propio artista folk. El protagonista del libro es un trasunto del propio Guthrie, tiene sus miedos, sus debilidades, su carácter… Pero no es la única parábola que desliza el autor en esta obra. La lucha popular, las penurias y, por ende, la proyección de una buena vida entre las cuatro paredes de tierra se antoja como un reflejo de la lucha contra el capitalismo imperante en esos años. La casa de tierra no es otra cosa que el trabajo del pueblo frente a las grandes construcciones de la ciudad, que simbolizan vagamente al empresariado capitalista, o las tormentas de polvo que destruyen el trabajo del pueblo, en un símbolo mucho más evidente.

De esta forma, entre los dolores propios del embarazo de Ella May, la desesperación ante la oscuridad de la gran tormenta y la ilusión por prosperar y dar un nido a su hijo, se suceden las páginas de una novela que se estructura en cuatro episodios. Una casa de tierra está repleta de simbologías y significantes, alberga narraciones explícitas, como las escenas sexuales, muy polémicas en la época de su escritura, y supone una poética denuncia, mediante un realismo crudo y combativo, a una situación cruel y difícil. Si el “This land is your land” es el gran himno folk de Woody Guthrie, Una casa de tierra debe leerse como una continuación o un hito paralelo que nos ayuda a conocer mucho mejor la intrahistoria de Estados Unidos, así como la personalidad del artista.

Publicado en Otro Lunes, nº 34, octubre de 2014

Historias del pre-crack

Especulación. Thomas Wolfe. Periférica. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas. 91 páginas.

Un crack, o crash, generalmente viene precedido de una burbuja que, de repente, estalla. Durante años, el globo se hincha, se hincha y se hincha, hasta que no puede soportar más su propio peso y explota dejando restos aquí y allá en su inconstante caída. Es difícil acertar en el punto exacto en el que el globo se pincha. Pero, como en esas fotos captadas a cámara superlenta, existe. 

Se dice, a menudo, que el sistema capitalista se basa en ciclos de burbujas. Quizás el niño que juegue con el pompero sea un tanto macabro, pero lo cierto es que tiene sentido encontrar similitudes entre lo vivido en el año 1929 y sus predecesores con lo ocurrido en la crisis económica actual y el camino por el que se ha llegado hasta aquí. Cualquiera que lea Especulación, hoy, contaminado por los efectos de la economía actual, comprobará que es así.

Thomas Wolfe, narrador excepcional y coetáneo al crack (tenía 29 años entonces), presenta a un hombre que retorna a su pueblo tras un periodo fuera y narra con acidez y un humor oscuro los cambios que han llevado hasta ella lo que ahora conoceríamos con la molesta coletilla de “vivir por encima de nuestras posibilidades”. La fiebre capitalista se ha apoderado de cada esquina de la ciudad, donde se levantan edificios colosales en cada terreno. La especulación (que da título a la obra) y el boom inmobiliario han llevado la ciudad a un estado febril del que colabora casi todo el pueblo.

En un momento de sus paseos por la ciudad, el profesor universitario que actúa como narrador lo resume en la siguiente frase: “Era algo loco, exasperante, ruinoso. Habían derrochado las ganancias de toda una vida para hipotecar las de toda la generación venidera; se habían arruinado a sí mismos, a sus hijos, a su ciudad y nada podía detenerlos.” Es inevitable que la sentencia no nos retrotraiga a la actualidad, con una generación (si no más) completamente hipotecada por los excesos de unos pocos. 

El escritor norteamericano se sirve de la extrañeza de un personaje que actúa como outsider y no entiende lo que ha llevado a sus vecinos a convertir la ciudad en la locura que se ha convertido. El regreso de John que “documenta” Wolfe data de julio de 1929, últimos días de los (in)felices años veinte. Quizás es verdad que la felicidad se encuentra en la ignorancia, ya que toda la luz y el jolgorio se convertirán en la oscuridad y el silencio que sólo podía disfrutar en el cementerio, “la única porción de tierra en todo el pueblo que había sido preservada de la furiosa invasión de los agentes inmobiliarios”, inundará todas las almas.

Hoy, ochenta y cinco años después, se puede leer como una parábola (involuntaria, por supuesto) de la crisis actual. En cierto modo lo es. Se encuentran similitudes (como la cita anterior sobre el derroche y la hipoteca de varias generaciones) entre los dos periodos en estas páginas. Pero, no hay que pensar en rarezas sobre la anticipación a su tiempo del autor, nada más lejos de la realidad, muchas veces nos lo han dicho: el capitalismo se desarrolla en ciclos de expansión y hundimiento. Pues que sigan. Quizás dentro de un siglo, cuando alguien lea a uno de los narradores de la crisis actual, reconozca las similitudes con la que ellos estarán viviendo de manera inevitable en un nuevo “campo de batalla [con] cráteres y escombros de terribles explosiones de ladrillo y hormigón en todas partes”. Quién sabe. Ya, nosotros, nunca lo sabremos.

Publicado en Otro Lunes, nº 34, octubre de 2014

El orgasmo de mi(s) vida(s)

El orgasmo de mi vida. Silvia C. Carpallo. Lectio Ediciones. 112 páginas.

Parece mentira que en determinados círculos –y no son pocos, ojo–, en los tiempos que corren, el sexo siga pareciendo un tema tabú. Hay una cosa que siempre he tenido muy clara y es que cada cual es dueño –único, además– de su cuerpo y de su sexo. En El orgasmo de mi vida, la periodista y escritora Silvia C. Carpallo traslada esa unicidad y esa pertenencia particular del sexo de cada uno a cinco historias muy identificables dentro del espectro total.

Estructurada en cinco relatos cortos, el libro aporta una visión prácticamente total de las formas en las que se puede entender el comportamiento sexual y de las situaciones, llamémosles “tipo”, que pueden darse. Probablemente, mientras leemos alguna de sus páginas, nuestra cabeza eche a funcionar y compare, asemeje o imagine situaciones similares con total naturalidad. 

Sin ningún hilo aparente, aunque lo cierto es que las historias se vertebran a través de ligeras conexiones entre personajes que saltan de una a otra, ya sea a través de simples menciones o con pequeñas apariciones, El orgasmo de mi vida supone una panorámica que ofrece todos los puntos de vista del sexo para la mujer. No es casualidad que cada capítulo lleve el nombre de su protagonista. En este sentido, la vocación final del texto es la de ofrecer una visión parcialmente total del tema, de la misma forma que la serie Sexo en Nueva York hacía con el papel de la mujer en los tiempos de emisión. 

Como la propia autora reconoce en palabras al magazine digital sobre series OchoQuince: “La clave de Sexo en Nueva York es precisamente que la mujer contemporánea es la suma de ellas cuatro. De una manera u otra los personajes están creados para abrir perspectivas y relatar diferentes formas de entender el sexo y las relaciones por las mujeres de hoy. De hecho, es un poco lo que he intentado hacer yo en El orgasmo de mi vida, hablar de lo que es el sexo y la mujer a través de muchos tipos de mujeres.” De esta forma, Carpallo acepta la visión que conforman varios ojos, varias edades, varios momentos de la vida, en los que el sexo y las relaciones cobran una importancia distinta en cada caso. Desde una joven inexperta, hasta una mujer de negocios o el caso de una mujer mayor y con una vida cada vez más inactiva, en el magnífico epílogo que cierra el libro.

El orgasmo de mi vida es, por tanto, la visión sobre las relaciones y el sexo desde el punto de vista de una mujer que se sitúa con gran acierto y pertinencia en el punto de vista de otras mujeres. “Un libro de sexo por y para todo tipo de mujeres”, subtitula su obra, en lo que parece restringirla a un cincuenta por ciento de los lectores. Lo cierto es que, no tiene por qué, si bien algunas situaciones se entenderán mejor desde un punto de vista femenino (es inevitable que así sea), también son disfrutables y muy interesantes desde los ojos de un hombre. Silvia C. Carpallo ha completado una pequeña obra (algo más de 100 páginas) sobre un tema que, pese a la apertura social y en todos los sentidos, aún parece seguir siendo un tema de “bajo sábanas”.

Publicada en Otro Lunes, nº 34, octubre de 2014.

lunes, 9 de junio de 2014

Lolito, la generación internet

Lolito. Ben Brooks. Blackie Books. Traducción de Zulema Couso.

Etgar, el protagonista de Lolito, adolece de la inmadurez que le sobra a su creador, Ben Brooks. El autor británico, a sus 22 años, se consolida con esta novela, tras el éxito de Crezco (también editada por Blackie Books en nuestras fronteras). En sus páginas narra la transición entre la adolescencia y la primera juventud adulta, por llamarlo de alguna manera, de un joven de su generación.

Con una narrativa ligera y, en cierto modo, agresiva, Brooks nos sumerge en el día a día de Etgar, un joven que gasta sus ratos en beber alcohol barato, ver videos sanguinolentos en la red o investigar el Facebook de su novia Alice y sus amigos más cercanos. Su vida es un continuo de internet con algunas incursiones en la vida real.

En el momento en el que descubre la infidelidad de su novia, por supuesto vía Facebook, su mundo se desmorona. De repente, no tiene ganas de hacer nada y sólo quiere tirarse en la cama y “ver películas mumblecore de Greta Gerwig”, como él mismo reconoce, o del aclamado Wes Anderson. Será entonces cuando, vía internet, no podía ser de otra forma, entable relación con una mujer madura a la que irá a visitar y con la que se verá involucrado en un lío.

La escritura de Brooks es ágil y descarada. El soplo de aire fresco hace que las páginas vuelen como en una de esas escenas de cine malas; la lectura es agradable y se disfruta mucho. El personaje de Etgar es una suerte de actualización del Holden Caulfield de J. D. Salinger al siglo XXI. El autor juega, además, con las similitudes que guarda su novela con la Lolita de Nabokov, con la que se invierte los papeles principales. Evidentemente, su título no podía ser más que un homenaje a la novela del titánico escritor ruso.

Las calles del pueblo por las que deambula Etgar se van quedando pequeñas para el personaje a medida que experimenta las novedades que le aguardan fuera. La metáfora con la maduración del propio personaje, así como del autor, que da un paso más allá en esta obra, es evidente. Lolito es un retrato de una generación, de esa primera generación que nadie con un ordenador en la mano y una conexión wifi en el salón. Ese grupo de jóvenes que apenas llegaron a jugar en los parques y que sustituyeron la pelota por la pistola del Counter Strike o cualquier otro videojuego en red.

El panorama que dibuja Lolito es certero; la escritura de Brooks, punzante; y él, un narrador a tener muy en cuenta. En esta novela el autor acierta de lleno en la edad de su personaje, ya que su cercanía (incluso se puede intuir que por momentos el personaje tome prestada alguna vivencia del autor) implican una conexión que sería muy difícil de otra manera. Brooks comparte miedos, atracciones e inquietudes con su personaje, del que se sirve para conectar con un lector que en seguida se puede sentir identificado con él. Al fin y al cabo, todos hemos sido Etgar en algún momento de nuestras vidas.

Publicado en Otro Lunes, nº 33, junio 2014.

lunes, 7 de abril de 2014

Búscame a la salida del sol

Tres veces al amanecer. Alessandro Baricco. Anagrama. 

Alessandro Baricco se sirve de su anterior novela, Mr. Gwyn, para crear su nueva obra, Tres veces al amanecer. En aquella, el autor citaba un libro ficticio que ahora ha dejado de serlo. El libro supone, pues, una especie de metareferencia que, a su vez, no tiene nada de eso.

Baricco ha escrito una novela en la que se suceden tres encuentros, no necesariamente ordenados por su cronología, en los que una mujer y un hombre, los mismos siempre, en distintos momentos de su vida, tratan de salir de una situación complicada. Las conexiones que establece el autor entre ellas son tan sutiles que se podrían pensar como personajes distintos incluso.

En Tres veces al amanecer, el escritor italiano concede una importancia primordial al espacio –la historia siempre parte de un hotel– y al tiempo –tanto físico, el amanecer que siempre alumbra la historia, como abstracto, el paso del tiempo–. Pero no sólo estos elementos constituyen la obra; el autor de Seda nutre a su novela de una ambientación con cierto magnetismo y magia, con un toque de existencialismo en alguna conversación, y con una capa de barniz proporcionaba por un peligro que está siempre en la mente del que lee por omisión explícita.

Las narraciones de Baricco son sencillas, pero a la vez están dotadas de una complejidad elevada. Mediante esa aparente sencillez el autor reflexiona sobre la piel de sus personajes y envuelve una historia de azar, encuentros y soledades en la capa de lirismo casi onírico que se desprende de los tres relatos.

Los géneros se suceden a lo largo de las narraciones; a veces parece que leamos una historia policíaca negra, otras un thriller de huidas y enfrentamientos inminentes y, en otros momentos, la técnica narrativa se acerca más a la road movie. No obstante, los elementos comunes son varios en los tres relatos, lo que ayuda a hablar de un conjunto que, en el fondo, no es otra cosa que una novela.

El autor entrega una obra compleja, pero de fácil lectura. Una novela hecha de tres relatos que podrían ser independientes, pero que están cosidos con tal precisión que conforman una única prenda que viste, hace lucir y enriquece la narrativa del escritor transalpino.

La sociedad del cartón piedra

Lionel Asbo. El estado de Inglaterra. Martin Amis. Anagrama. 

¿Qué pasaría si a un paleto con pinta de hooligan, y que anda siempre cerca de la cárcel, le tocase la lotería? Es la pregunta que parece que se ha planteado el novelista Martin Amis para dar comienzo a Lionel Asbo, subtitulada como El estado de Inglaterra. Pero, en realidad, lo único que hace esta idea es dar pie y vertebrar una novela que, bajo su tono jocoso y bromista, guarda una crítica ácida y rebosante de mala leche en sus páginas.

El verdadero protagonista de la novela es Desmond Pepperdine, un adolescente que vive en casa de su abuela tras el fallecimiento de su madre. El chico nunca supo quién era su padre. En su casa de los suburbios también vive su tío, Lionel, un delincuente de pacotilla que gasta sus días en pequeñas fechorías, peleas y otras lindezas. Lionel, al que acompaña el sobrenombre de ASBO (de Anti-Social Behaviour Order, o lo que es lo mismo, Orden librada para casos de comportamiento antisocial), trata de introducir a su sobrino Des en sus prácticas de vida. Desde el porno (las páginas de maduras y hardcore) hasta la alimentación de sus perros de pelea, Lionel inculca sus cuestionables valores a su sobrino, que, en cambio, prefiere pasar los ratos libres entre libros e imaginando su futuro con mujeres reales.

Todo cambiará cuando, en una de sus estancias en la prisión, a Asbo le toque la lotería. Este hecho insólito, ya que el personaje no cree en los juegos de azar, provoca que comience un esperpento descrito por el narrador inglés con absoluto sarcasmo y con una brillantez literaria sin igual. La Inglaterra actual, y por extensión geográfica, el mundo occidental, quedan al descubierto en las páginas de Lionel Asbo. El culto excesivo al dinero y la fama, la sociedad de la televisión, el sensacionalismo de los medios de comunicación, los personajes de circo que deambulan de cadena en cadena en busca de unos euros (libras, en este caso) son retratados por la mordaz pluma del autor de Campos de Londres, entre otras.

La representación de los suburbios, con ese aire hooligan, remite por momentos a la literatura obrera de Alan Sillitoe pasada por un barniz de superficialidad, que no es ni más ni menos que el propio de nuestra época. Sin embargo, no es la única referencia que se agolpa en las páginas de Amis. Buscada o no, la novela recuerda en ciertos momentos a la crónica social de Dickens, pero también tiene el aroma de la literatura británica contemporánea, por ejemplo, Nick Hornby.

Lionel Asbo es una novela con un tono desenfrenado y salvaje (la relación que mantiene Desmond con su abuela Grace es una muestra de ello) que se desliza como la cámara de un cineasta para dar testimonio de la pérdida de pie de la sociedad británica. Lo que antes era una sociedad sustentada en unos valores muy remarcados, según cuenta el narrador de Martin Amis en esta obra, ahora ha pasado a ser un descontrol en el que los diarios y medios sensacionalistas y los esbirros de una sociedad asalvajada y sin moral se desenvuelve a la perfección, llegando incluso a las esferas más altas de la pirámide.

Todo ello desde un Londres suburbial, que aún parece guardar un cierto aire romántico, pero que, a su vez, se ha convertido en una jungla donde el más fuerte tiene las mayores posibilidades. Un Londres que no es el hábitat natural de Des, pero sí de Lionel. Una ciudad que golpea con la misma fuerza que los puños de los matones como Asbo. Una urbe que se rocía de colonia hooligan cada mañana, en la que la superficialidad, el circo y la pantomima han tomado toda la relevancia que podían. Lionel Asbo es una novela crítica, ácida, mordaz, narrada con el estilo y el humor que caracterizan a Amis, que lanza veneno en sus páginas y deja que su pluma, quizás la más afilada de las letras británicas, incida en esa casa de cartón piedra que da una visión certera, provocadora y sin concesiones del estado de Inglaterra.

jueves, 13 de marzo de 2014

'El Rayo', un retrato de interiores

El único momento en el que se delata la presencia de la cámara en El rayo es un momento maravilloso. La cámara, que ha seguido a Hassan durante todo su periplo por la España rural, camino de Marruecos, se detiene a su espalda mientras este saluda a su familia. Es entonces cuando uno de los niños mira fijamente un instante a cámara, directamente a los ojos del espectador, y desvela todo lo que se esconde detrás de esta historia. 

El rayo, escrita y dirigida por Fran Araujo y Ernesto de Nova, es una hibridación de géneros. Durante los 86 minutos del metraje saltamos del documental a la ficción, a la road movie o al cine social con la misma facilidad que Hassan salta los obstáculos que se interponen entre su cuerpo y su idea. Él, protagonista absoluto de la película, es un trabajador marroquí afincado en Cózar, que, debido a la crisis económica en la región, decide emprender el camino de vuelta a casa con su única posesión: un tractor al que, junto con un vecino, bautiza como El Rayo.


Con un guión basado fundamentalmente en una arquitectura de localizaciones y una dirección de fotografía preciosista, muy destacable, bajo la firma de Diego Dussuel, la cámara sigue los pasos de este hombre adaptándose al género más próximo en cada momento (aportando tensión con el movimiento vibrante en la noche, ligereza con su deslizamiento en la carretera o estatismo en el rodaje de las conversaciones) sin perder de vista la realidad a la que se circunscribe.

La película funciona en casi la totalidad de sus aspectos, incluso en los momentos en los que alguna situación puede resultar más forzada, todo llega a entenderse y a entrar dentro de ese juego de lo real que propone la película. Sin embargo, si algo destaca por encima de todo, es el retrato de la España profunda y rural por la que viaja Hassan con su vehículo; los encuentros con los vecinos, la representación de la cotidianeidad, la traslación, en definitiva, de una idiosincrasia. El Rayo plantea la representación de una identidad nacional que nunca aparece en la pantalla, la España rural que, pese a existir, permanece latente salvo a ojos de los que la protagonizan.

El cine social desempeña un importante papel también en este trabajo, iluminando una historia que, probablemente, de otro modo no tendría nunca ese foco. Hassan es la cabeza visible de algo más profundo. El film se desenvuelve a la perfección en ese terreno que discurre entre el mero documental y la denuncia, recordando vagamente en algún momento, tanto en forma como en fondo, a la reciente obra de Denis Tanovic, La mujer del chatarrero.

El Rayo es la filmación de un viaje que generará debate. Los límites entre los géneros cinematográficos, la ética cinematográfica, o la propia naturaleza del cine social, son algunos de los temas que pueden entrar a cuestión tras el visionado. Lo cierto es que, lejos de ser un lastre, se agradece mucho cuando una película nos induce al intercambio de opiniones. Y este trabajo de Fran Araujo y Ernesto de Nova lo hace, eso sí, sin abandonar en ningún momento el humor e, incluso, la ternura, representados en ese Ulises en el que se convierte Hassan Benoudra durante su viaje, que a veces se antoja más interior que exterior.

Crítica publicada en Esencia Cine

Ernesto de Nova y Fran Araujo: “No se puede defender el low cost como modelo de hacer cine”

Salen a recibir a cada uno de los periodistas con los que han acordado charlar para presentar su película. Sentados en la primera fila de butacas de Cineteca, donde se estrena, en seguida se muestran como unos tipos cordiales, extrovertidos y felices con su reciente trabajo. “Yo creo que era la película que queríamos hacer”, comenta Fran Araujo, que firma junto a Ernesto de Nova la película El Rayo.

La cinta es una transición entre el documental y el cine de ficción. “Hay un montón de películas que juegan a ese mismo juego. Me siento más cómodo con cine de lo real que cuando dicen que es un documental ficcionado, o una ficción documental”, explica Ernesto sobre este tema. Su compañero escucha atentamente y completa, entre risas: “donde más cómodos nos sentimos es en el término “película”. Al final lo que queremos es que la gente se siente y disfrute como con una película cualquiera”. Sobre esta hibridación formal, Fran continúa diciendo que querían hacer una película clásica. “Pero no queríamos que la forma determinase tanto el contenido como para perder lo que realmente queríamos contar, que son esas cosas de la realidad, no de la mente del cineasta”. 

Bajo esta premisa la película muestra el viaje de Hassan, un inmigrante marroquí que, debido a la situación económica, decide volver a su país con la única posesión que tiene en España: su tractor. Para ello viaja desde Cózar a Algeciras subido en su vehículo. En ese camino, la España rural se convierte casi en un personaje más de la película. “Una de las cosas más importantes era enseñar la España de las carreteras secundarias, la gente de esas carreteras, el mundo rural. La película va de eso”, comenta Ernesto. Para ello, los dos cineastas hicieron el recorrido varias veces antes de rodar. “Hicimos el viaje, una vez con Hassan y otras dos veces solos, e íbamos viendo los sitios”, explica Araujo. “Íbamos localizando, documentando y escribiendo, todo a la vez. Nuestro proceso de escritura fue en la carretera”, completa Ernesto. La complicidad entre los dos directores es máxima y se deja ver en cada una de las intervenciones.


Pero, ¿en qué consiste la labor de dirección en una película de este tipo? Fran Araujo responde a la pregunta con la siguiente afirmación: “lo que nosotros hacíamos era crear contextos donde había muchísima libertad de movimientos”. Según comentan, el guión de la película era una escaleta de secuencias en la que los diálogos iban surgiendo fruto del viaje. El trabajo de dirección se basaba, por tanto, en crear una trama guía. “Marcábamos unos requerimientos técnicos que nos interesaban mucho en la peli y dentro de eso teníamos mucha libertad para cambiarlo todo”. Pero, asegura, “todos y cada uno de los planos de la película están pensados. Hay un artificio bestial detrás para conseguir un contexto donde la sensación que tuviese la gente fuese de total comodidad y no sintiesen esa interferencia, pero nuestra intervención es absoluta”. Lo cierto es que la presencia de la cámara sólo se intuye en un plano en el que un niño clava la mirada en el espectador en una imagen muy poética, que Ernesto califica como “uno de nuestros momentos preferidos de la película porque es como el desvelamiento”. 

Cuando son preguntados por el proceso de creación responden, sin dudar un instante. “Fuimos aprendiendo a hacer la película conforme la íbamos haciendo y lo que intentamos fue crear los contextos en los que pasaran cosas y facilitar que pasaran”. La improvisación tiene un papel importante dentro de esta cinta. Los directores eran testigos del resultado en el mismo rodaje, “estábamos viviendo la película nosotros. Estabas detrás del monitor y no sabías que iba a pasar”, completa Fran, visiblemente entusiasmado. Ninguno de los dos duda a la hora de calificar ese aprendizaje como una experiencia maravillosa y diferente cada día de rodaje. “Aunque quieras hacer una película tienes que estar abierto a lo que ves, no a imponer un discurso cinematográfico exagerado”. 

Hassan Benoudra es el auténtico protagonista de la película, el Ulises de esta odisea rural. “Él siempre da un paso adelante. Tú le propones cualquier cosa y él es un echado para alante”. La descripción la hace Ernesto, que asegura que el protagonista estuvo encantado desde el principio con el rodaje de la película. Durante la travesía se deja ver su personalidad extrovertida y simpática, dejando un hueco para el humor, que desdramatiza una historia que, ellos mismos reconocen, podría hacer sido más dura. “Pero Hassan no lo es”, sentencia Fran, “hubiese sido forzar algo que era falso. Hassan es como es y nosotros quisimos hacer esta película porque él es como es”. El sentido del humor se hace patente durante los 86 minutos del metraje y Ernesto da una pista de cómo consiguieron ese tono. “Rodeábamos a Hassan de gente con la que él sintiera química, con la que se sintiera cómodo, para acercar ese lado suyo, ese sentido del humor que tiene. Si hubiéramos querido sacar un lado más dramático posiblemente le hubiéramos rodeado de gente con la que no tuviera tanta afinidad; y a lo mejor no lo hubiéramos conseguido”.

El estreno de El Rayo está avalado por un extenso currículo de festivales, entre los que destacan San Sebastián, Rotterdam o Dubái. “Es la vida que está teniendo la película”, asegura Ernesto con respecto a este largo recorrido, que incluye también ciudades como Sevilla, Segovia o Lanzarote, entre otras. “Las películas están hechas para que se vean y hay muchas maneras de hacer que se vean. Los festivales son un sitio maravilloso para enseñar las películas”, concluye. Con el estreno en Cineteca asegura que intentarán acudir a la mayor parte de las proyecciones para compartir las impresiones del público. “Es genial poder hacer películas y compartirlas con la gente, que además es lo bonito. Tenemos claro que nuestro trabajo no se termina cuando hemos terminado de hacer la peli”.

“Nosotros quisimos hacer una película para el público desde el minuto uno”, responde Fran sobre la idea de que al tratarse de una película con actores no profesionales, a caballo entre los géneros y de carácter pequeño pudiese alejarla del público. “La gente a veces viene y dice: ‘yo esperaba que fuese algo muy sesudo, muy intenso. ¡Y me he reído!’. Queríamos hacer una película con sentido del humor, que cualquiera que se acercara a verla la pudiera disfrutar”.

No obstante, De Nova es realista a la hora de buscar una razón a la escasa distribución de las películas de este tipo. El miedo es la primera razón que le viene a la mente. “De todas maneras entiendo que es difícil hacer que la gente se acerque a ver estas películas”. Araujo añade con respecto a las preferencias del público: “de hecho yo cuando pusieron Tabú de Miguel Gomes estaba solo en la sala. Y es una de las mejores películas que se han hecho en los últimos años en Europa”. Ernesto de Nova también habla sobre la última película de Tanovic, La mujer del chatarrero, con la que El Rayo guarda ciertas similitudes en forma y fondo. “Hay muchas películas que juegan en este lenguaje de actores no profesionales o personajes reales metidos en un contexto, digamos, de ficción. El año pasado ganó el mejor actor en Berlín y aun así la gente seguramente no se acerque a verla”, dice con cierto aire pesaroso y dubitativo.

Lo que sí dejan claro con rotundidad es que no les gusta la etiqueta low cost que tanto ha sonado en los últimos tiempos en ámbitos cinematográficos. “Básicamente nos molesta un poco”, añade Fran, más categórico que Ernesto, que explica su postura. “No se puede defender un modelo que es insostenible. ¿Que se hace cine sin cobrar? Se hace y se seguirá haciendo. Y seguiremos trabajando gratis, por amor al arte. Pero no podemos defender que ese es el modo de hacer películas”, sostiene. Los dos coinciden a la hora de asegurar que esta idea puede acabar siendo un problema. “Cuando haces una película te estás arriesgando a que te salga bien o mal, y a que la gente la vaya a ver o no. Llega un punto en el que al final vas a acabar haciendo doscientas películas low cost de las cuales sólo tres se van a poder ver. No tiene sentido hacer mucho para ver si funciona. El cine se basa en una serie de decisiones creativas, de riesgos y de personas que si saben hacer bien su trabajo apuestan por películas en las que confían. Entonces, si confías, confías con todas, no puedes estar haciendo este juego extraño de ‘como me salen gratis, vamos a ver qué pasa’”, sentencia con firmeza.

En el momento en el que sale este tema a la palestra, los dos se adentran en un interesante intercambio de opiniones. “Como modelo de cine no es un modelo de producción. No debe ser un modelo de producción”, dice Ernesto. “Pero eso no quiere decir que a mí no me parezca muy bien que haya alguien con ideas, con esa necesidad de ‘tengo que sacarlo como sea adelante’, que haga películas con cuatro duros o gratis. Va a seguir pasando”, concluye Ernesto. “Ahora, que tú quieres liar a tus amigos para hacer lo que sea nos parece increíble y que se siga haciendo”, zanja Fran sonriendo.

Tras la última pregunta los dos se levantan, cordiales, me acompañan y esperan al siguiente en la puerta, como si quisiesen dar un agradecimiento anticipado en forma de bienvenida. El Rayo se podrá ver en Cineteca desde el viernes 21 de marzo.

Declaraciones recogidas en encuentro personal en Cineteca (Madrid), el día 11 de marzo de 2014.

Entrevista publicada en Esencia Cine

viernes, 7 de marzo de 2014

'Oh boy', piedras en el camino al desencanto

El blanco y negro proporciona un halo de atemporalidad a Oh boy que contrasta con la evidente contextualización en la actualidad de la historia narrada. La confrontación entre el pasado y el presente se hace manifiesta en cada giro del viaje que Niko experimenta durante un día y una noche en Berlín.

El movimiento elegante de la cámara de Jan Ole Gerster persigue al personaje durante su “paseo” y se adentra con sigilo en la intrahistoria de la gran ciudad. Los planos de la vida y la rutina berlinesa y el uso de la música, con el jazz como conductor, recuerdan por momentos a Woody Allen, para dar paso, en otros, a ecos sutiles de Wim Wenders. 

Sin embargo, la contradicción generacional se conforma como uno de los temas centrales desde el primer momento. El término “generación perdida”, ya demasiado manido, es personificado en la situación que atraviesa Niko, que atraviesa un pausado camino hacia el desencanto. La incapacidad de conectar con las generaciones anteriores toca su punto álgido en la relación que (no) mantiene con su padre, más preocupado del golf que de la situación de su hijo. A lo largo del film los encuentros interpersonales no son más que una representación de la brecha intergeneracional entre pasado y presente. La joven desequilibrada, la banda de borrachos o el viejo filonazi que entabla conversación con Niko al final de la noche no son sino meras alegorías de ese conflicto entre la juventud y la madurez.


Igual de metafórica es la representación de la ciudad como un ente opresor que permanece ajeno a los problemas y la idiosincrasia de sus habitantes. La fotografía de Philipp Kirsamer coloca a menudo al personaje, en su soledad reflexiva, en mitad de espacios grandes (el bosque, el campo de golf) que contrastan con la tiranía de la gran ciudad. En este sentido Oh boy puede tener resonancias del trabajo fotográfico de la reciente Oslo 31 August (posterior a ésta), con la que guarda ciertas similitudes en determinados aspectos. La opresión de la ciudad y el sistema queda metaforizada en el azar que impide a Niko tomar un café durante todo el día, dando pie a un final de gran fuerza poética que se podría interpretar como un mensaje triunfante, quizás algo sombrío, o como una compleja alusión al inevitable y necesario cambio generacional.

Oh boy supone un retrato de una ciudad y de una época, de un tiempo en el que las soledades se comparten sin dejar ninguna huella visible; eso hace Niko con cada personaje que se encuentra: el viejo, la excompañera de colegio o el vecino. Una representación en la que cada diálogo está sujeto a una clara intencionalidad. La sucesión de hechos y encuentros, ordenados cronológicamente en un guión aparentemente sobrio y sencillo, encierra mucho más de lo que aparenta a simple vista.

El grito mudo de Oh boy no se detiene ahí. Gerster acompaña a Niko en el vagabundeo errático por la ciudad para dar testimonio, además, de incipientes corrientes artísticas, en las que vuelve a entrar en liza la confrontación con el pasado (la película de nazis o el teatro conceptual), y del estado de embriaguez que aturde sistemáticamente a la juventud de los minijobs y contribuye en cierto modo a perpetuar la dominante relación social.

La película del director alemán, que se alzó con el premio a mejor ópera prima en los premios de cine europeo de 2012, es una obra sólida sustentada por un guión cargado de intenciones y múltiples lecturas, y por una interpretación templada y comedida de un Tom Schilling que se ha convertido, gracias a sus últimos trabajos, en una de las caras más reconocibles del nuevo cine germano.

Crítica publicada en Esencia Cine

martes, 4 de marzo de 2014

'Joven y bonita', inocencia de día

Isabelle pierde la inocencia en los primeros compases de Joven y bonita. Y el espectador es testigo de ello a través de una metáfora visual de gran fuerza poética. Mientras hace el amor por primera vez con su novio Felix en la playa ve una imagen de sí misma que la mira inquisitivamente. Cuando vuelve a girarse para mirar, ya no está. Se ha ido junto a su inocencia, a su infancia, a la candidez que, pese a ello, sigue portando su rostro.

La película de François Ozon ahonda en esa etapa inmediatamente posterior a la adolescencia a través del personaje de Isabelle, una joven de diecisiete años de familia acomodada que, tras descubrir el sexo, se ve arrastrada por la doble vida que empieza a vivir. La joven, interpretada por una bellísima Marine Vacht, empieza a tener encuentros sexuales con hombres por dinero. Entra así en el mundo de la prostitución con una pasmosa facilidad.

El cineasta cuenta la historia de Isabelle sin apenas prologar nada sobre su vida anterior: se sabe que es estudiante, que tiene diecisiete años y una vida sin problemas, además se deja ver la buena relación que mantiene con su hermano pequeño Victor (gran acierto Fantin Ravat para el papel). Más allá de eso, nada sobre Isabelle, de la que interesa sólo su presente. Ni siquiera las razones de su decisión, pero sí las consecuencias.

El guión estructura la película en cuatro partes, que se corresponden con las cuatro estaciones en las que transcurre y con las cuatro canciones de François Hardy que suenan, que dotan a la obra de una arquitectura intencionada y ayudan al personaje a desarrollarse a través de los acontecimientos. Sin embargo, será el giro de guión central el que lleve a Isabelle a ver desde otra perspectiva la espiral a través de la que se ha ido dejando llevar. François Ozon introduce los giros de una manera sutil que destella inteligencia.

Con la inclusión de los vuelcos argumentales empieza a cobrar relevancia el entorno de Isabelle con una relación materno-filial que, pese a no ser ideal en un principio, va cobrando consistencia a medida que avanza la cinta. El trabajo de casting es uno de los puntos fuertes de Jeune et Jolie y queda patente en las elecciones de Fantin Ravat y, sobre todo, de Géraldine Pailhas como la madre de la joven, ya que además de guardar un parecido físico creíble, la química que se percibe entre las actrices es grande en la pantalla.


La historia se desarrolla a un ritmo pausado. El espectador acompaña sin prisa a Isabelle en sus idas y venidas de la habitación 6095. Mientras, el delicioso trabajo fotográfico de Pascal Marti deleita con potentes metáforas visuales (la sombra de una mano que se desliza sobre el cuerpo desnudo de ella en la playa; Isabelle entrando y saliendo del metro, en uno de sus encuentros, con unos labios abiertos en la pared del fondo del túnel; o la primera imagen del film, con el cuerpo desnudo de Vacht visto a través de unos prismáticos).

El cineasta lanza, además, reflexiones sobre la facilidad de nuestra época para adentrarse en este tipo de círculos, en una referencia velada a la Catherine Deneuve de Belle de jour, pero también escurre con cuentagotas los momentos de desahogo cómico, encargados de desdramatizar la propuesta cuando se hace necesario.

Joven y bonita supone un recorrido por las pulsiones de la adolescencia y la rebeldía propia de este periodo, personificado en una Marine Vacht soberbia, que interpreta un guión brillante de Ozon con un giro final interesantísimo que obligará al espectador a tomar una decisión y a madurar su opinión incluso horas después de haber visto la cinta.

Crítica publicada en Esencia Cine

lunes, 24 de febrero de 2014

El beatle en la consulta

Lennon. David Foenkinos. Alfaguara, 2014. 200 páginas.

“Se ve al Beatle, al militante político, al loco por Yoko, pero con usted no hay nada de eso. Es lo que me atrajo. Y además, el lado práctico: podré venir a verlo en pantuflas. Creerán que bajo la basura, pero vendré a vaciar mi propia basura.”

Pongan estas palabras en boca de John Lennon, siéntenlo en el diván, delante de su psicoanalista, y tendrán el perfecto resumen de lo que es la última novela de David Foenkinos. El escritor francés disecciona la vida del artista en una novela arriesgada en la que sitúa al Beatle bajo la mirada de un psicoanalista que no aparece salvo en las palabras de Lennon. Nunca habla, nunca corta el discurso del personaje, sólo está ahí, o al menos creemos en eso porque el propio John le interpela constantemente.

Con una primera persona muy particular, la estrella mundial narra episodios de su vida que van desde la primera adolescencia, e incluso la (no) tierna infancia, hasta meses antes de su asesinato. El Beatle cuenta aquellos capítulos conocidos por (casi) todos: sus peleas con los otros miembros del grupo, sus supuestas rivalidades con los Rolling, su relación con Yoko Ono; pero Foenkinos también da una visión (suponemos que ficticia a raíz de su documentación) acerca de la persona más desconocida, ese Lennon introvertido que se quita las gafas cuando sale de casa porque no está de moda, el que crece con el estigma del abandono familiar, o el que se sorprende en su primer encuentro con Elvis Presley. También se deja entrever entre sus discursos y los pensamientos propios del personaje a un tipo engreído y que se cree dueño de The Beatles, que a veces actúa como un impostor y en otras se deja embriagar por la violencia hooligan como él mismo la denomina en un pasaje de la narración: “Sólo me digo que mi energía pacifista es el fruto de mi violencia”.

La novela se divide en las dieciocho sesiones que John Lennon precisa para contarle al psicoanalista todo su mundo interior; sin embargo, a la hora de la verdad, la narración tiene una clara división marcada por la irrupción de Yoko Ono en la vida del personaje. Curiosamente, a partir de este giro, gracias al cual el personaje se muestra más extrovertido y libre, la novela pierde casi toda la fuerza que había tenido en la primera parte. Las disputas entre John y Paul, los viajes, los encuentros con otros grupos y, en definitiva, la vida más propia de los Beatles como conjunto, pierden entidad en favor de la vida conyugal y los vaivenes de la relación con Yoko. Entonces la obra se vuelve un poco más tediosa: “Con Yoko estaba completo al fin. Me sentía consumado. […] Yoko es yo”.

Tras esta afirmación el personaje parece desdibujado, absorbido por una fuerza mayor que es incapaz de controlar. Lo que vino después no hace falta mencionarlo. La separación del grupo, la visceralidad, los odios generados en torno a “la amante” y, con posterioridad, el asesinato de John Lennon y su completa mitificación también tienen lugar en las páginas de Lennon. David Foenkinos culmina su obra con un epílogo en el que, en presente, como si estuviese ocurriendo ahora mismo, narra el asesinato a sangre fría de la estrella a manos del admirador Mark David Chapman. La historia de los Beatles, contada desde el punto de vista del que se consideró su líder, termina ante unos ojos que, como los de Lennon, se cierran al compás de la última página del libro.

Publicado en Punto de Encuentro

jueves, 20 de febrero de 2014

'La mujer del chatarrero', cine de trinchera

La cámara al hombro, el aspecto social y el hecho de que los actores sean las personas reales que vivieron la situación que se narra, confieren a La mujer del chatarrero aspecto documental. Con temas universales como telón de fondo, como el sistema sanitario y la discriminación de las minorías, Danis Tanovic realiza un drama social y muy comprometido, en el que la temática se eleva por encima de todo lo demás. 

Nazif y Senada son un matrimonio gitano que reside en Poljice, una aldea pobre, en la que los hombres trabajan como chatarreros para poder alimentar a su prole. En 2011, la vida del matrimonio da un vuelco cuando Senada sufre un aborto natural y tiene que ser intervenida de urgencia para salvar su vida. Sin tarjeta sanitaria, el matrimonio necesita casi mil marcos (una cifra muy difícil de alcanzar con sus paupérrimos ingresos) para que a Senada se le practique la intervención quirúrgica precisa. 

La decisión de la mujer de no operarse, ante la imposibilidad de alcanzar esa cifra, es la que da lugar a la película de Tanovic. El cineasta se sirve de su experiencia como documentalista para filmar la historia desde una perspectiva de trinchera. Los seguimientos de los actores, esa vibrante cámara en mano, son la mayor reminiscencia de ese pasado en la guerra. Sin embargo, en determinadas ocasiones esta técnica transmite una sensación de mareo y desconcierto en el espectador, más allá de recalcar esa visión de reportaje y dotar de un realismo crudo a la imagen.


No obstante, la técnica queda dominada por la crudeza de la historia que se cuenta. El director bosnio desliza una historia sobre la discriminación sufrida por las minorías étnicas en su país tras la guerra. Una historia vergonzante. A pesar de ello, Tanovic evita caer en situaciones excesivamente melodramáticas o duras; la historia real ya lo es por sí misma e indigna lo suficiente como para aderezarla con ningún artificio. El retrato de la desgracia es desolador y todos los elementos contribuyen: el estéril invierno, el poblado gitano de Poljice –en el que todos los vecinos son los que viven de verdad allí–, los cortes de luz y, en definitiva, la pobreza y, lo que muchas veces es peor, la indiferencia del que la ve desde al lado de la chimenea.

Tanovic muestra, además, un panorama de Bosnia, contextualizado a través de los viajes en coche desde el poblado hasta la ciudad, en los que la cámara sigue al vehículo, dando testimonio de aquello que se les cruza en el camino. En su odisea personal, los personajes atraviesan fábricas, centrales, nidos de pobreza, discriminación y miseria, pero también dan evidencia del contraste de la ciudad con la parte amable de la ciudad, ajena a todo.

Las interpretaciones de Nazif Mujic y Senada Alimanovic, llevando a la pantalla su propia historia y su lucha por la vida, son contenidas, naturales y absolutamente creíbles. Ambos funcionan bien en la pantalla, ayudados por el aspecto documental de la película. No en vano, Mujic recibió por este trabajo el Oso de Plata a mejor actor en la Berlinale de 2013 y el film hizo lo propio con el Oso de Plata por el Gran Premio del Jurado.

La mujer del chatarrero es un drama social que denuncia hechos que suceden a diario, situaciones de las que son silenciadas con interés por unos y otros, pero que no por ello dejan de ocurrir. Danis Tanovic ha completado un film en el que da visibilidad a este tipo de desigualdades. Y eso siempre es digno de aplauso.

Crítica publicada en Esencia Cine.

martes, 18 de febrero de 2014

'Her': where the love is

En el clímax de Her la pantalla se oscurece hasta quedar absolutamente en negro. Sólo se escuchan, entonces, las voces de Theodore y Samantha haciendo el amor. La atmósfera sonora y de los sentidos cobra total relevancia relegando lo visual a un segundo plano, exactamente igual que en la relación que mantienen ambos, persona y sistema operativo. Minutos antes, él tiene otra relación por chat, esta vez con una mujer real, sin que se atenúe la imagen. La relación real resulta mucho menos satisfactoria; ella llega al orgasmo, él no, al contrario que ocurre con Samantha. A través de esta analogía Spike Jonze lanza uno de los grandes temas de su película: la incapacidad de relacionarse del ser humano. 

El cineasta se sirve en Her de la fantasía propia de la ciencia ficción para contar una historia universal: la de una relación que nace, se consolida y sufre los vaivenes propios de su naturaleza. Theodore es un hombre solitario que trabaja como escritor de cartas por encargo. Su facilidad para la palabra y su don poético le llevan a escribir las mejores cartas de la oficina. Sin embargo, en el aspecto personal, es un hombre en constante contraluz. Su vida sentimental es nula tras la ruptura con su mujer Catherine. Desde esa inflexión Theodore gasta los días en trabajar, pasear y escuchar canciones melancólicas.


Todo cambiará cuando adquiera un sistema operativo basado en un modelo de inteligencia artificial muy avanzado. Lo que en principio parecía destinado a ser una relación encarada a la mera resolución de necesidades acaba por convertirse en algo incontrolable. Theodore se enamora de Samantha, la voz que está al otro lado, y ella, gracias a la relación, se descubre a sí misma a través del amor y avanza mucho más allá de su programación.

A través de un guion sólido que acelera o reduce el ritmo según lo necesite la historia, el cineasta indaga en la amalgama de relaciones humanas a través del vínculo que se establece entre Theodore y Samantha (deslumbrante trabajo de Scarlett Johansson que, sólo con su voz, derrocha sensualidad y da vida al personaje). Sin embargo, no hay que equivocarse, en Her Jonze no ensaya las posibilidades de la robótica, la inteligencia artificial, ni nada parecido. El director nos adentra en su particular visión del amor al ritmo de Arcade Fire. La relación que dibuja no es otra cosa que una relación estándar. Poco o nada importa que uno de los componentes sea un sistema operativo, la analogía con lo normal es absoluta. Los celos, malos entendidos, reproches, pero también el cariño, las sonrisas y la sensación de lividez fruto del enamoramiento, se dejan ver en el rostro de Joaquin Phoenix –un lienzo para Jonze– igual que lo harían en cualquier persona.

El trabajo de los actores es verdaderamente lúcido. Phoenix completa un papel repleto de matices. Es un hombre que duda de sí mismo, de los demás, del propio mundo que le rodea; un protagonista ámbar que sufre y se topa con la calma que necesita en quien menos lo espera: Samantha. Por su parte, el personaje femenino resulta desbordante. Scarlett Johansson completa uno de sus mejores trabajos sin ni siquiera aparecer en pantalla. La vitalidad y la alegría que desprende su voz dotan a Samantha de un carácter propio, y el cambio de registro, cuando el guion lo exige, no hace nada más que confirmar el desarrollo que experimenta el personaje y el gran trabajo de la actriz. 

Los dos actores consiguen la química para que el espectador entre de lleno, sin cuestionarse nada, en la improbable relación entre un hombre cuya vida es demasiado mecánica y un sistema operativo que parece tener mucha más vitalidad que el total de los mortales. Un lujo que se completa con una secundaria como Amy Adams, camaleónica una vez más, interpretando a la única amiga de Theodore, a la postre otra perdedora como él. La pareja nos regala uno de los mejores planos finales del cine de los últimos tiempos.

Spike Jonze completa, en el primer trabajo que firma íntegramente, una historia que no deja nunca de lanzar preguntas. El guion reflexiona sobre la torpeza para relacionarse del ser humano a través de una bella historia de amor y desencuentros que es el hilo conductor más arraigado de la película.

Her es una cinta con tintes de obra maestra, que sigue la estela de lo esbozado por planteamientos como el de Black Mirror o Real Humans, a la cual Jonze aporta su toque personal y rebelde. Una obra que, bajo un envoltorio de aparente sencillez, profundiza en temas tan complejos como inherentes a nuestra naturaleza y termina por calar hasta el tuétano. Sin duda, Jonze ha firmado uno de los grandes títulos de los últimos años.

Crítica publicada en Esencia Cine

domingo, 16 de febrero de 2014

Lili se mira en un espejo y pulsa con insistencia el interruptor de la luz, que se enciende y se apaga, dejando entrever a fogonazos cómo las lágrimas se derraman por sus mejillas. Es uno de los varios momentos en los que Family Tour, primer largo de ficción de Liliana Torres, se entremezcla con el videoarte. 

El personaje de Lili es lo único totalmente ficticio de la película. La cineasta se sirve de la realidad para crear la ficción, gracias al trabajo de actores no profesionales –su propia familia–, que se complementa con el de Núria Gago, la única actriz de profesión del elenco, interpretando a la propia directora en el seno familiar.

A caballo entre la ficción y el ensayo documental, la película desgrana las sensaciones que invaden a Lili cuando vuelve de Méjico para pasar unos días con su familia. Los reencuentros con viejos amigos y parejas, las conversaciones perdidas y el pasado que dejamos atrás desfilan mientras ella sigue su camino y ve como todo se escapa sin que pueda hacer nada por retenerlo.


La pérdida de la inocencia, uno de los temas vertebrales de la película de Liliana Torres, es representada de forma poética en la pieza de video –otra vez el videoarte– que la protagonista realiza como acompañamiento gráfico a un concierto de una amiga. En el video, la joven se pone y quita ropa, se viste y se desnuda con las prendas de su infancia, quedando patente que ya no cabe en ellas, que ha crecido, que ha perdido aquella edad para siempre. 

Como ya se pudiese ver en anteriores trabajos como el corto Anteayer, en la obra de Liliana Torres hay una predominancia de los diálogos, a través de los que se conocen el carácter de los personajes y sus confidencias. Gracias a ello se puede advertir a Lili como una mujer aparentemente rocosa y terca, que, sin embargo, en ocasiones, deja ver sus momentos de flaqueza (el encuentro con la prima que le regala una pulsera). En este sentido funciona muy bien la relación que tiene con su hermana, personaje interpretado por Noemí Torres –la propia hermana de la cineasta–, que adquiere una química muy especial con Núria Gago que ayuda a conocer mejor las interioridades del personaje. 

Liliana Torres completa un trabajo valiente, tanto por la manera de llevarse a cabo, con un presupuesto limitadísimo y actores que no lo son, como por la representación de su familia que transciende la pantalla. El desenfoque selectivo que aplica en muchos de sus planos parece una metáfora de esa representación, un aviso al espectador, como si desde el principio quisiese dejar claro que lo que muestra es exactamente lo que ella ha querido descubrir, lo que le ha servido para llevar a cabo esa ficción, y no todo lo que podría haber expuesto. 

Cabe destacar el trabajo de Núria Gago como auténtica protagonista de la historia. La actriz barcelonesa ríe, llora, se asombra y, en definitiva, da vida a una chica que deambula por una ciudad que, pese a ser la suya, cada vez le resulta más extraña. 

Family Tour es una producción que habla sobre la familia, las relaciones y el paso del tiempo, que flota entre lo real y lo impostado, entre la comedia y el drama, entre la ficción y el documental. Una buena ópera prima de Liliana Torres.

Crítica publicada en Esencia Cine

viernes, 14 de febrero de 2014

'Alabama Monroe', la grieta en el círculo

El bluegrass vertebra cada escena de Alabama Monroe. La música, acústica y de acordes alegres por lo general, acompaña a la historia de amor de la pareja protagonista. Sin embargo, la narración es dura, durísima y convierte Alabama Monroe en una de esas películas para las que hay que mentalizarse previamente.

Elise y Didier son una pareja idílica, unos músicos que ubican su canción en una casa en el campo. “Lord, I’ve got country in my genes”, dice una de sus composiciones. Su historia de amor es perfecta desde que Didier conoció a Elise en la tienda de tatuajes que ella regentaba. Después vino todo lo demás, el enamoramiento, el bluegrass, el embarazo de Elise y la enfermedad de su hija Maybelle. A partir de aquí comienza a oscurecer. Cuando todo marcha bien no hay dudas, pero cuando el círculo de felicidad empieza a resquebrajarse, empiezan a brotar.


La película se divide en dos partes. La primera, algo más confusa, hilvana el presente con numerosos flashbacks, que a veces hacen que la cronología sea difícil de seguir; por su parte, a partir del giro que tiene lugar en la mitad de la cinta, la película se centra un poco en cómo la pareja intenta superar las adversidades. Didier, agnóstico y de pensamiento práctico, trata de seguir adelante de la mejor manera posible, pero Elise se refugia en pensamientos más místicos y religiosos para sentirse protegida de algún modo.

Es entonces cuando la película abre su espectro en exceso y lanza varios mensajes en distintas direcciones. Por momentos se hace difícil saber qué es lo que quiere contar exactamente: la batalla entre la razón y la religión, la historia de amor entre la pareja, el dolor y la música, son algunos de los múltiples esqueletos del film. Sin embargo, el trabajo actoral suple esta impresión y las dudas que genera un montaje algo errático, sobre todo gracias a una Veerle Baetens que se agiganta en cada escena.

Felix van Groeningen se adentra en el mundo del bluegrass, estilo musical cercano al country y el folk, con una magnífica banda sonora, para narrar una historia de superación de adversidades, de héroes anónimos que luchan para poder contarlo (y cantarlo). Pese a abrazar el melodrama en determinadas ocasiones (lluvia en momentos de tristeza, letras de canciones que encajan demasiado con lo que se está contando o lo que genera incluir a una niña enferma en la historia) el director reconduce bien la narración para no estancarse sólo en el lamento. Sin embargo, como era de esperar, las lágrimas corren por el rostro de Didier (un gran Johan Heldenberg, autor de la obra de teatro) y por el alma de Elise (una Veerle Baetens, preciosa, tatuadísima y desgarradora, que completa una interpretación espectacular en todos los registros).

El trabajo fotográfico, además, se mimetiza a la perfección con las emociones de los personajes, destacando varios contraluces en tonos duros que sirven para dejar claro que ni los conciertos, ni el amor y las sonrisas proporcionadas por los flashbacks, ni la tranquilidad del campo y el country, ocultan el drama que arraigan los personajes y, por tanto, la película. 

Alabama Monroe es una obra que funciona mejor cuando se centra en los personajes y no se deja llevar por grandes mensajes ni proclamas; cuando recupera los flashbacks del amor de Elise y Didier o cuando este se deja ver, en las formas más duras y crueles, en el presente de la pareja. Una historia durísima que golpea, resquebraja y zarandea con violencia al espectador. No obstante, una historia preciosa y muy bien realizada, que conjuga como pocas la música con el dolor, el amor y la propia vida.

Crítica publicada en Esencia Cine

martes, 11 de febrero de 2014

El cineasta, al diván

Un hombre adulto se hunde en una piscina de la que parece imposible que vaya a salir. Mientras tanto, una serie de imágenes se suceden en pantalla intercalándose con la lucha por salir a flote de este tipo, que no es otro Guillaume. La imagen es un reflejo, una metáfora, de la psicología del personaje, en eterna lucha consigo mismo desde pequeño, y en pugna con su familia, por autodeterminar su sexualidad, su idiosincrasia y el modo en el que quiere vivir su existencia.

No es el único momento de la cinta en el que Guillaume flota, el protagonista fluye durante los 85 minutos con un toque de comedia a veces excesivo. A través de la representación de un monólogo teatral Guillaume se funde con la narración de su pasado, con un fondo negro que puede llegar a simbolizar el estado anímico del personaje. Que la película esté narrada en clave de comedia es arena de otro costal, pero lo cierto es que la historia de Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! tiene mimbres dramáticos y arrugas donde tendrían cabida, desde luego, estudios psicológicos sobre los comportamientos y las relaciones que establecen los personajes.


En este sentido, la interacción entre el propio Guillaume y la madre cobra una importancia vital en el desarrollo argumental. Por momentos, la dependencia que muestran ambos del otro es enfermiza, llegando a una resolución –buen giro de guion mediante– con la que un freudiano se frotaría las manos. Esta relación, un tanto demente, entre la madre y el hijo, es perfectamente representada con la interpretación por parte de Guillaume Galliene de sendos personajes, creando situaciones verdaderamente esperpénticas de las que termina por salir airoso.

La correspondencia que establece el espectador con lo que ve en la pantalla oscila en torno a varias sensaciones. Por momentos Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! puede hacer reír, incluso arrancar algunas carcajadas, con sus chistes; sin embargo, en otras ocasiones, lo que provoca es el gesto torcido, la incomodidad o incluso la lástima por un personaje envuelto en una cierta corriente de patetismo. Guillaume Galliene hace un buen uso del guion sin sobrecargar demasiado lo cómico, pero sin obviar lo dramático, ayudándose para ello de un montaje que cohesiona el relato monologado con la representación en la pantalla del pasado que éste cuenta. 

Entre tanto, mientras vemos los vaivenes de Guillaume en su intento por descubrir su sexualidad y la situación que ocupa para su familia, la película se entretiene con el humor. Se suceden a lo largo de la cinta gags que van desde lo absurdo y embarazoso (el momento Diane Kruger) hasta el humor fácil fruto de los clichés (la representación de países como España –jacarandosa y flamenca, claro– o Inglaterra), pasando por la crítica ácida al sistema institucional, con un momento brillante –la cruz amarilla es quizás la secuencia más lúcida del film– en el que Galliene satiriza lo ultrarreligioso con evidente sorna.

El cineasta francés narra una historia autobiográfica en la que es casi omnipresente: dirige, escribe y protagoniza. Para ello se vale de un texto cargado de símbolos con los que grita el mensaje que quiere transmitir sin apenas decir nada (la metáfora del domador de caballos es un gran ejemplo). Lo mejor para él es que sale entero de su primer largo, con un final que supone una revelación súbita para el protagonista, la madre e incluso el público. 

Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!, ópera prima del director, supone una introspección hacia la mente del creador, su recorrido vital y su memoria del pasado, en clave de humor, que está arrasando en su país de origen y que opta a los mismos premios César que obras de la talla de La vida de Adèle. Y eso, pese a sus evidentes diferencias, no es casualidad.

Crítica publicada en Esencia Cine

El dedo en la llaga

Atta. Jarett Kobek. Alpha Decay. 208 páginas.

La confrontación está presente en cada una de las páginas de Atta. El escritor estadounidense de origen turco, Jarett Kobek, reflexiona sobre los atentados del 11-S desde un punto de vista completamente nuevo con respecto a lo que se ha podido leer sobre el tema anteriormente. La obra de Kobek es una especie de híbrido entre la novela y el ensayo a través del que el lector conoce la biografía (ficticia en multitud de pasajes) de uno de los baluartes de Al Qaeda en el momento del ataque a las torres gemelas: Mohammed Atta.

Con una estructura dividida en dos historias, el autor reflexiona sobre la cultura y la religión musulmanas desde puntos de vista poco convencionales en el mundo occidental. Se puede considerar una provocación, pero no creo que sea esa la idea principal que subyace en el texto. Kobek se acerca al terrorismo fundamentalista desde una perspectiva abierta que invita a la reflexión y que atrapa desde la primera página. 

Por un lado el lector asiste a los últimos meses de Mohammed Atta, en los que se infiltra en la sociedad norteamericana y prepara los atentados con toda minuciosidad; por el otro le conocemos en su etapa estudiantil, en el seno de una familia acomodada en El Cairo, mientras se documenta para su tesis sobre la imposición de la arquitectura occidental en Oriente Medio. Los dos arcos temporales, bien diferenciados, son un bastón para llegar al estrato más primario de un personaje ficticio basado en uno de los nombres más relevantes en este principio de siglo. 

En su etapa más joven Kobek narra cómo se moldea su mentalidad, generando un cierto rechazo a la sociedad occidental, pero también se dejan ver algunas costumbres, tradiciones y rutinas que lo acercan a la normalidad en la que cualquiera podría reconocerse. Las teorías de conspiración empiezan a dejarse ver en cada uno de los pensamientos del Atta más joven. Sirva como ejemplo la siguiente frase: “Walt Disney es el rostro humano del neocolonialismo. Atrás han quedado los cañones británicos y belgas, las escaramuzas de los franceses. En su lugar hay un nuevo caballero oscuro, un hombre que arrodilla a los musulmanes, que los seduce con vicio y blasfemia. Una iconología sofisticada que penetra en las mentes, que abusa de las almas”.

No es la única reflexión en este sentido, aunque Walt Disney es un blanco muy recurrido por el personaje, que también vierte su odio visceral hacia Israel, al que acusa de ser el domador de Estados Unidos, o muestra su rechazo hacia Monica Lewinsky, la que asegura que sólo es una espía judía. Sin embargo, la idea que deja poso al final de la lectura es la de la propia tesis de Mohammed Atta: la imposición de la arquitectura occidental en Oriente Medio como una forma de dominación cultural. ¿Y si los ataques del 11-S sólo hubiesen respondido a esta suerte de despotismo arquitectónico? Es la pregunta que parece querer lanzar el escritor turco americano con reflexiones como la siguiente en boca del personaje: “El nuevo edificio es una imponente monstruosidad, un símbolo más del imperialismo occidental. La vista desde nuestra sala refuerza mi sensación de intromisión extranjera.”

El relato de Kobek resulta provocador, al introducir el dedo en una llaga abierta como es el terrorismo islámico, y yendo más allá, buscando una causalidad y no limitándose sólo a las consecuencias devastadoras del acto. Todo tiene su origen, incluso las confrontaciones, y lo interesante de esta novela ensayística es que bucea en la mente de uno de los artífices para fabular con esas posibles chispas que dieran lugar a semejantes ataques de odio. 

Atta es rematado, además, por un breve relato, “El Whitman de Tikrit”, que narra el último día de Sadam Hussein en libertad. Jarett Kobek ha creado una obra muy recomendable para comprender un poco mejor la sociedad del miedo y la desconfianza en la que vivimos. El rechazo a lo distinto o lo extranjero que, llevado al extremo, deja horrores como los que todos tenemos grabados a fuego en la memoria, pero también como el resto, los que desconocemos, aquellos de los que no nos informan pese a seguir sucediendo día tras día.

Acercamiento a la 'nouvelle'

Ha dejado de llover. Andrés Barba. Anagrama, 2012. 208 páginas.

El relato breve condensa la narrativa de una manera excepcional. En pocas páginas siembra la semilla, hace crecer el fruto y lo recoge. Por eso se antoja, generalmente, el género más complicado para el autor que escribe. En esta obra, Andrés Barba se adentra en él y deambula por sus recovecos con solvencia. Con su narrativa aparentemente sencilla, lo cual desvela una amplia complejidad en los mecanismos, el escritor se adentra en las vidas de cuatro personajes en momentos muy determinados de su existencia: ese momento en el que, después de todo, descubres el sentido de la vida de otra persona, o su secreto, o alguna de sus inquietudes. 

En su novela Agosto, octubre Barba contaba una historia terrible, de esas que se quedan grabadas en el recuerdo y vuelven, cada cierto tiempo, para atormentar nuestra memoria. En este conjunto de relatos, de temática aparentemente más suave, el autor se centra en lo rutinario. La cotidianeidad es el origen de la literatura. Siempre suele serlo. 

Un joven que conoce a una chica que hará que su vida se tambalee y cambie por completo, una mujer que se detiene en la observación de la asistenta de su madre en los últimos meses, una adolescente que empieza a experimentar con el amor y un encuentro entre dos mujeres, madre e hija, después de la última vez que se vieron en el funeral del padre. Sorprende el retrato íntimo de los sentimientos en las cuatro narraciones. Y sorprende, además, que en tres de ellas, el protagonista sea una mujer y la narración siga siendo un retrato perfecto de esa idiosincrasia. 

Los mecanismos narrativos de Barba son similares en las cuatro obras, con alguna diferencia en la última, Compras, más cercana a la nouvelle que al relato y en la que los personajes se encuentran a sí mismo y se reflectan en el otro a base de conversaciones, caparazones y reflexiones. Quizás el relato que se sitúe en la cumbre de Ha dejado de llover sea Infidelidad, en el que una joven adolescente experimenta sus primeros pasos en el terreno de las relaciones con un chico al que no termina de comprender y amar, mientras descubre que su padre es una persona con un secreto importante. El desglose de reflexiones, sentimientos y comportamientos supone un acercamiento acertadísimo a la lógica humana.

Andrés Barba juega con las dualidades: el éxito y el fracaso, el amor y la infidelidad, la vida y la pérdida, como forma de aproximarse al retrato psicológico de unos personajes que tienen mucho de cualquiera de nosotros. Un conjunto de pequeñas construcciones, en un lugar común y perfectamente reconocible, Madrid, que vuelven a los temas comunes en su obra narrativa anterior. En La hermana de Katia la inocencia y los descubrimientos sociales eran el centro narrativo y en La recta intención, otro conjunto de cuatro nouvelles, similar a esta obra, los temas volvían a ser los mismos. Ha dejado de llover, por su parte, confirma una vez más a Andrés Barba como una voz fundamental en su generación. Un autor a tener muy en cuenta.

jueves, 23 de enero de 2014

'Nymphomaniac. Vol. 2': la incomodidad como arte

El sufrimiento aparece en Nymphomaniac de forma abrupta. El principio, benévolo y con cierto humor, narra la historia surrealista de cómo Joe, cuando tenía cinco años, tuvo un orgasmo espontáneo acompañado de una epifanía. Tras este respiro llega la crudeza de un segundo volumen en el que el cineasta danés no sortea la polémica y se adentra de lleno en un camino espinoso en el que Charlotte Gainsbourg cobra todo el protagonismo que se le presuponía.

Nymphomaniac. Vol. 2 es similar a su antecesora, pero contiene diferencias significativas. El sexo deja de ser algo atractivo para convertirse en penitencia y castigo para Joe. La ninfómana empieza contando su etapa sadomasoquista, con constantes referencias religiosas y bíblicas (los latigazos, la metáfora sexual como tránsito entre la iglesia ortodoxa-oriental y la romana-occidental…). Reconoce Seligman, en el que se intuye la voz de von Trier, que no cree en Dios pero la religión le parece un tema muy interesante.

El guion da continuidad a la estructura que vertebró el primer volumen, con la excepción de que Seligman pasa de ser un interlocutor que sólo escucha a tomar la palabra y llegar a cuestionar a su huésped, algo que nunca había ocurrido hasta entonces. El personaje de Stellan Skarsgard toma especial relevancia en los dos diálogos más controvertidos de la película: uno sobre la pedofilia, con mensaje polémico y una argumentación fundamentada de Joe a la que se contrapone el viejo desde la perspectiva del público; el otro sobre la distinción de género que existe a la hora de abordar el sexo. ¿Hubiese sido distinta esta historia con un hombre como protagonista? Ahí queda la pregunta. 


El autor danés se recrea mucho más en esta segunda parte, su cámara provoca con imágenes duras –el pasaje de Jamie Bell– y grotescas –el chusco ménage à trois de Joe y dos corpulentos negros– y momentos que rozan el asco y la brutalidad. La película es apabullante y nada complaciente. Von Trier no evita polemizar y busca meter el dedo en la llaga con primeros planos de carne viva, fruto de los latigazos, sangre brotando de las llagas de Joe o primeros planos de escenas sexuales o violencia explícita. La incomodidad de las imágenes se manifiesta en concordancia con el recrudecimiento de la historia y con la propia vacilación de Seligman en determinados momentos. Sin embargo, cuando lo desea, el cineasta sabe crear imágenes verdaderamente poéticas y potentes, como la bellísima autocita a Anticristo que incluye en uno de los capítulos.

En la segunda parte de Nymphomaniac los símbolos se siguen sucediendo en la pantalla, acompañados de nuevo por unos subrayados excesivos, en ocasiones completamente innecesarios, y una música que merodea entre la polifonía de Bach y la forma de componer de Beethoven –otra representación del cambio que experimenta la vida de la protagonista– para después pasar al punk con el que se ilustra uno de los puntos inflexivos más suculentos del personaje. La versión de Hey Joe con la que Charlotte Gainsbourg entona el final merece una mención aparte a la banda sonora. 

Sorprende la brusquedad con la que llega el atropellado final, reconocida a Seligman por la propia Joe: “creo que he querido llegar muy deprisa a la parte final”. Extraña la precipitación, sobre todo, porque viene precedida de demasiadas digresiones menos primordiales. No obstante, a pesar del oscilante último tercio, el director aporta una solución que, pese a no brillar como mereciese, funciona y completa una obra a tener muy en cuenta en la filmografía del danés.

Y entonces, fundido a negro. Regusto a brillante incomodidad. Hey, Joe

Crítica publicada en Esencia Cine