El sufrimiento aparece en Nymphomaniac de forma abrupta. El principio, benévolo y con cierto humor, narra la historia surrealista de cómo Joe, cuando tenía cinco años, tuvo un orgasmo espontáneo acompañado de una epifanía. Tras este respiro llega la crudeza de un segundo volumen en el que el cineasta danés no sortea la polémica y se adentra de lleno en un camino espinoso en el que Charlotte Gainsbourg cobra todo el protagonismo que se le presuponía.
Nymphomaniac. Vol. 2 es similar a su antecesora, pero contiene diferencias significativas. El sexo deja de ser algo atractivo para convertirse en penitencia y castigo para Joe. La ninfómana empieza contando su etapa sadomasoquista, con constantes referencias religiosas y bíblicas (los latigazos, la metáfora sexual como tránsito entre la iglesia ortodoxa-oriental y la romana-occidental…). Reconoce Seligman, en el que se intuye la voz de von Trier, que no cree en Dios pero la religión le parece un tema muy interesante.
El guion da continuidad a la estructura que vertebró el primer volumen, con la excepción de que Seligman pasa de ser un interlocutor que sólo escucha a tomar la palabra y llegar a cuestionar a su huésped, algo que nunca había ocurrido hasta entonces. El personaje de Stellan Skarsgard toma especial relevancia en los dos diálogos más controvertidos de la película: uno sobre la pedofilia, con mensaje polémico y una argumentación fundamentada de Joe a la que se contrapone el viejo desde la perspectiva del público; el otro sobre la distinción de género que existe a la hora de abordar el sexo. ¿Hubiese sido distinta esta historia con un hombre como protagonista? Ahí queda la pregunta.
El autor danés se recrea mucho más en esta segunda parte, su cámara provoca con imágenes duras –el pasaje de Jamie Bell– y grotescas –el chusco ménage à trois de Joe y dos corpulentos negros– y momentos que rozan el asco y la brutalidad. La película es apabullante y nada complaciente. Von Trier no evita polemizar y busca meter el dedo en la llaga con primeros planos de carne viva, fruto de los latigazos, sangre brotando de las llagas de Joe o primeros planos de escenas sexuales o violencia explícita. La incomodidad de las imágenes se manifiesta en concordancia con el recrudecimiento de la historia y con la propia vacilación de Seligman en determinados momentos. Sin embargo, cuando lo desea, el cineasta sabe crear imágenes verdaderamente poéticas y potentes, como la bellísima autocita a Anticristo que incluye en uno de los capítulos.
En la segunda parte de Nymphomaniac los símbolos se siguen sucediendo en la pantalla, acompañados de nuevo por unos subrayados excesivos, en ocasiones completamente innecesarios, y una música que merodea entre la polifonía de Bach y la forma de componer de Beethoven –otra representación del cambio que experimenta la vida de la protagonista– para después pasar al punk con el que se ilustra uno de los puntos inflexivos más suculentos del personaje. La versión de Hey Joe con la que Charlotte Gainsbourg entona el final merece una mención aparte a la banda sonora.
Sorprende la brusquedad con la que llega el atropellado final, reconocida a Seligman por la propia Joe: “creo que he querido llegar muy deprisa a la parte final”. Extraña la precipitación, sobre todo, porque viene precedida de demasiadas digresiones menos primordiales. No obstante, a pesar del oscilante último tercio, el director aporta una solución que, pese a no brillar como mereciese, funciona y completa una obra a tener muy en cuenta en la filmografía del danés.
Y entonces, fundido a negro. Regusto a brillante incomodidad. Hey, Joe…
Crítica publicada en Esencia Cine
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