miércoles, 25 de noviembre de 2009

La decadencia de la fotografía alquímica

Los últimos años ha quedado más que claro que las nuevas tecnologías están ganando la partida a lo tradicional. Muchos han sido los ámbitos en los que la irrupción de nuevas máquinas y elementos técnicos han derivado en una progresiva decadencia de lo anterior. Posiblemente sea inevitable.

Walkmans, discman, reproductores de vinilos y, en otra materia, sobre la que va a tratar este artículo, las cámaras de fotografía analógica, y con ello la que podríamos llamar disciplina de la fotografía en papel.

Desde muy pequeño siempre he utilizado cámaras de fotos, emulando a mis padres, que siempre portaban una antigua cámara Petri, a la que colocaban el carrete para inmortalizar cada momento del viaje o excursión, o simplemente por el placer de fotografiar lo primero que se interpusiese entre el objetivo y el lejano horizonte –generalmente algún familiar-.

La fotografía analógica nada tiene que ver con la digital, si bien esta tiene innumerables ventajas con respecto a su antecesora: véase la posibilidad de realizar la misma toma las veces necesarias, el control de la exposición mucho más automatizado, que en ocasiones ayuda bastante, y un montón de innovaciones que hacen más accesible la fotografía a cualquiera que se preste a su aprendizaje. Sin embargo, con ellos se pierden muchos detalles que hacían de lo analógico algo realmente especial. La necesidad de obtener el momento justo en cuanto a luz, foco y todos los elementos técnicos, ya que si no había que gastar más de una instantánea –y eso en papel suponía un coste-; la necesidad de tener un par de carretes siempre en el bolsillo para no quedarte sin soporte que impregnar de luz y color (o de blancos, grises y negros); el sonido tan embriagador de los espejos robustos y bastos, que se levantaban y caían de una manera más rústica que los actuales.

Y, por supuesto, la magia que supone el revelado. Encerrarse en un laboratorio repleto de silencio y tenuidad para otorgar una imagen a un papel vacuo y sin contenido, mediante líquidos y esa profunda oscuridad. Siempre me pareció muy ocultista. Tal vez por eso me enamoré tanto de la fotografía, porque me parecía lo más parecido que podía encontrar a la alquimia, que tanto misterio me producía en mi cabeza. Fotografía alquímica… alguna vez pensé en ese término.

Qué decir de la desaparición amenazadora de los equipos instantáneos –las famosas Polaroid-, tan bohemias y añoradas, incluso mucho antes de concretarse su desaparición. Algo realmente triste. Algunos abogan por una reaparición futura de todos estos elementos. Yo pienso que, realmente, nunca dejarán de existir y utilizarse, pues siempre queda algún enamorado de estas doctrinas que continúa dándoles un aliento. Entre ellos me incluyo, por supuesto.

Henri Cartier-Bresson, Robert Capa, Robert Doisneau, Eve Arnold… fotógrafos clásicos, e indiscutiblemente importantes entre tantos otros. ¿Qué dirían ellos de esta progresiva decadencia de la fotografía, tal como ellos la conocieron y concibieron?

Publicado en La Huella Digital

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Los otros muros de Berlín

Estos días otoñales se conmemora uno de los hechos quizás más importantes y transcendentales en la historia universal contemporánea. El 9 de noviembre de 1989 caía el muro de que resquebrajaba Berlín en dos partes, y con él, el denominado telón de acero. Parecía que aquel gesto, televisado y narrado por millares de periodistas de todo el globo, precipitaba la llegada de un mundo mejor, de una democracia plena, o, al menos, de una convivencia real. Pero, ciertamente, aún a día de hoy, en nuestro aparentemente mundo razonable y demócrata, siguen existiendo muros.

La ideología, posiblemente el “invento” humano más devastador, sigue siendo una férrea barrera difícil de superar en algunas regiones, en la que sus habitantes siguen sufriendo la desolación de vivir separados de sus paisanos, familiares o amigos, por el mero hecho de caer en uno u otro lado del muro. Muchas son las ciudades que por estos motivos: religión, ideología, raza… no pueden desarrollar su actividad metropolitana de la manera que debieran.

Denominados con apelativos desmerecedores, son los llamados muros de la vergüenza, levantados todos ellos en los siglos XX y XXI, en pleno apogeo de los valores de la libertad y el libre tránsito entre fronteras. Kilómetros de distancia cubiertos con puntos de reconocimiento y vigilancia que mantienen a la libertad maniatada y apuntada por el cañón imponente de los rifles del poderoso.

Tijuana, el Sáhara Occidental, Palestina, y otras barreras de menor rango mediático –quizás porque son las más cercanas para nuestro país-, como las vallas separadoras de Ceuta y Melilla. Territorios muchas veces olvidados por Occidente, por el Occidente poderoso y elitista en el que algunas veces vivimos. Ciudades asoladas por las muertes de miles de personas que intentan transitar a mundos más benevolentes consigo. Así lo denuncian las 3000 cruces que “adornan” el muro fronterizo entre Estados Unidos y Méjico, a su paso por Tijuana; y así lo podrían declarar los cientos de minas anti personas que separan el territorio saharaui del territorio ocupado por Marruecos, que tantas vidas se han llevado ante la impasible mirada de los guardias marroquíes, y lo que es peor, de la comunidad internacional.

Sí, estos días se conmemoran los veinte años de la caída del muro de Berlín. Un gran acontecimiento histórico. Y, como la ocasión merece, se preparan grandes eventos y actos para su recuerdo y su afianzamiento como símbolo del cambio y el progreso. Berlín se viste de gala, organizando exposiciones, reproducciones de graffitis en el muro (como el de la imagen), muros que caen al efecto dominó, y un amplio abanico de maneras; pero yo propondría una forma más de celebrarlo, que se uniese a todas las anteriores: el derribo de todos aquellos muros que aún están levantados y vigentes en nuestras sociedades, en nuestro mundo tan libre y democrático aparentemente.

¿Qué mejor manera que esa? Que la libertad verdadera… y no sólo el concepto.

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sábado, 7 de noviembre de 2009

Farenheit 2009: Rescatemos nuestros libros

El aroma de las páginas de un libro recién comprado, al pasar, no tiene precio. Al igual que el de un antiguo manuscrito encontrado en la biblioteca de uno de tus abuelos, mientras buscabas un ejemplar de Cien años de soledad o Historia de una escalera, por ejemplo.

Los libros siempre han formado plena parte de mi vida y de mi tiempo libre. Desde muy pequeño mis familiares me enseñaron a disfrutar el placer de las letras, de las letras impresas. Esa infundada sensación de calor que proporciona sentarse una tarde-noche de invierno, mientras afuera llueve o hace frío, y desplegar las páginas de una novela que nos mantenga atentos e inmersos en otros mundos.

¿Qué sería de nuestra cultura sin los libros como hoy los conocemos? ¿Dónde irían a parar nuestras bibliotecas, esos enormes centros de conocimiento, arte y letras, en los que perfectamente me quedaría a vivir si no tuviese casa? Además, dicen que el papel genera calor en los cuerpos.

La nueva oleada de lectores de libros electrónicos (e-books) parece que hará desaparecer –con mucho tiempo- el libro tal como lo conocemos ahora. Un mecanismo digno de una novela de Bradbury, en el que no se queman libros, si no que se reducen a pequeños archivos que caben en un bolsillo y que, con ello, pierden parte de su consonancia. Yo, desde mi particular visión, creo que voy a convertirme en uno de esos protectores del libro, que en la novela Fahrenheit 451 conservaban la cultura a base de aprenderse las obras de memoria. Lo malo es que no guardo mucho sitio para crear una biblioteca de “libros impresos”.

Nada tendría que ver, por ejemplo en Rayuela, el paseo de Oliveira por París en busca de la Maga; si lo leyésemos en esa pequeña maquinita, sin poder desplegar el pequeño mapa que adjuntan algunas ediciones. O simplemente si a mitad del maravilloso capítulo séptimo, el aparato se nos quedase sin batería. Un libro nunca se queda sin batería, siempre tiene energía suficiente para que alguien dispuesto a sumergirse en su historia pueda cogerlo y leer hasta que su cuerpo, su vista o su imaginación literaria le permitan.

Realmente, desconozco el alcance que podrán tener estas innovaciones tecnológicas. Lo que sí creo saber es que por mi parte no tendrán cabida entre mis papeles. No. Quiero seguir degustando libros, páginas, cuartillas, hojas de periódico con relatos inéditos… no quiero guardar 250.000 novelas en mi bolsillo, para acabar por no poder leer ninguna.

Por favor, ayudémonos entre todos a mantener nuestros libros como tales, como lo que son ahora. Si no la cultura podría resentirse, y perder una centenaria identidad.

Publicado en La Huella Digital