miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cuando callan las trompetas

En el momento en el que se toca techo y se hace cumbre todo lo que viene después es, necesariamente, un producto venido a menos. Un resto de esa cumbre que cae, a veces estrepitosamente, a veces de manera más sutil. Pues bien, creo que Alex de la Iglesia tocó techo con dos filmes: La comunidad y El día de la bestia. Todo lo que ha venido después, ya lo saben. La etapa postcumbre no necesariamente tiene porque ser mala, no quiero decir tampoco eso, pero aunque se considere aceptable, no es parecida a esos dos techos de su cine.

Esta vez la película comprende un periodo de tiempo convulso en nuestra historia. Comienza con un niño que ve como asesinan a su padre, un payaso preso, mientras trabaja forzosamente en la construcción del Valle de los Caídos, y concluye en el tardofranquismo del asesinato de Carrero Blanco. El niño ve como su padre, el Payaso Tonto (Santiago Segura), es asesinado, y la semilla del dolor y la venganza es sembrada en su subconsciente fatalmente.

Ya de mayor, Javier (Carlos Areces) decidirá coger el testigo de su padre y, siguiendo su consejo, se convierte en Payaso Triste, un payaso que nunca ha sido niño. Los azares de la vida le llevan a un circo dirigido por otro payaso, Sergio (Antonio de la Torre). La familia circense es muy amplia y entre ellos se encuentra una de las estrellas, la acróbata Natalia (Carolina Bang), que dará el giro a la trama. Sergio sale con ella, pero fuera del circo deja de ser un payaso y pasa a ser un ogro: la maltrata a menudo, a la vista de todo el personal del circo. Hay que destacar notablemente los minutos en los que tiene lugar la presentación del circo, que, sin ser nada del otro mundo, me parecieron lo mejor de la cinta. Con una sencillez pasmosa, el director nos adentra en los complejos mecanismos de esta familia ambulante de artistas.

La historia no innova en absoluto: los dos chicos se enamoran de la misma chica, entran en un bucle destructivo y finalmente tiene lugar un episodio que hace que el giro sea absoluto y que sus vidas se separen por completo. Desde entonces ninguno de los dos será el mismo. El circo dejará de ser tal y Javier se convertirá para siempre en Payaso Triste, mientras que Sergio será su némesis. Es muy destacable, para bien, el cambio de actitud que sufren los personajes, ya de por sí excesivos, a lo largo de la película, que dan las razones del futuro círculo de destrucción en el que se involucran.

Las escenas de violencia son descomunales durante todo el metraje, con una carga importante en el acto del giro argumental, donde las trompetas cobran toda la importancia que obtendrán en el film. El problema no es la violencia en sí, sino la excesiva visceralidad y algunas imágenes que, perfectamente, podrían ser eliminadas, pues no aportan nada a la trama, tan solo el morbo y el punto gore que se busca. No obstante, el director transmite un pesimismo y una visión de la humanidad aterradora entre líneas.

El reparto es irregular. Los dos payasos son bastante escalofriantes y tanto Carlos Areces, en un sorprendente papel, como Antonio de la Torre, espeluznante in crescendo, cuadran dos buenas actuaciones. No puedo decir lo mismo de la nueva musa del director, Carolina Bang, que si bien sirve correctamente para su papel de objeto de deseo de ambos, resulta muy sobreactuada en algunos momentos de la película. Del elenco de secundarios destacaría por encima de todos el breve papel de Fernando Guillén Cuervo, interpretando al general republicano Enrique Líster, de manera más intensa y estudiada que algunos protagonistas.

Balada triste de trompeta dibuja un Madrid suburbial y oscuro, alrededor de la polémica cruz del Valle de los Caídos, que despierta antiguos fantasmas de la guerra civil y queda a merced de un guión convulso que tiene puntos sarcásticos muy potentes, y una banda sonora increíble, pero que deja con un sabor de boca agridulce. Una historia muy de Alex de la Iglesia, en cuanto a los payasos, y que tiene una importante labor de inspiración en hitos de su propia filmografía: la escena final recuerda sospechosamente a El día de la bestia, y la protagonista rememora, salvando las distancias, por supuesto, a la Carmen Maura de La comunidad.

“Balada triste de trompeta por un pasado que murió… Balada triste de trompeta de un corazón desesperado…”.

Publicado por A mí películas

viernes, 24 de diciembre de 2010

Rock and Clan


Con puntualidad inglesa y engalanados con trajes negros hicieron entrada los M Clan, más propios de una película de gánsteres en la que encarnasen a la clásica banda de jazz o rock and roll del club donde la mafia labora. Eran las 9 de la noche, no nos había tocado la lotería y afuera diluviaba. “Rainy night”, decía Tarque nada más salir a escena. Allí estábamos nosotros, con los pies calados, una de las peores sensaciones que se pueden tener, aunque ellos nos hicieron olvidarlo rápido.

Para no ver el final rezaba una proyección en el fondo del escenario. Una especie de conjuro que parece haberse hecho la banda para llegar hasta el final tocando su potente rock and roll cada vez más influenciado por la música negra. El concierto comenzó con algunos temas del nuevo trabajo de los murcianos y con un Carlos Tarque muy preocupado por el sonido, que parecía no convencerle del todo. Enseguida se arregló y fue cuando la banda terminó de entrar en calor ante un público que ya estaba entregado tras corear con fuerza su Llamando a la tierra.

Las chaquetas pronto sobraron, y ni el cantante ni el resto de los componentes la llevaban puesta pasados unos minutos. Seguía la alternancia entre las nuevas composiciones, como el propio Para no ver el final, que sonó pronto, o Calle sin luz, y las canciones de álbumes antiguos. Roto por dentro, Inmigrante, que me pone los pelos de punta tantas veces como la escucho, o Maggie despierta, uno de los éxitos de la noche. A estos temas les siguieron los ya clásicos Miedo y Las calles están ardiendo, la más rockera de una noche en la que se dejó ver mucho blues, a pesar de que sonó el Basta de blues del nuevo disco.

La voz de Tarque es una de las más notables del panorama de la música en nuestro país, eso está claro. Y la madurez de este grupo alcanza cotas más altas con cada nueva gira. Se ve que están cada vez más a gusto sobre la tarima, para muestra la complicidad que se muestran en cada gesto y la eterna sonrisa de Ricardo Ruipérez, que no paró de reír y dedicar gestos y carantoñas al público durante las dos horas que estuvieron sobre el escenario.

Hubo dos momentos especiales en la noche, y muy emocionantes, la dedicatoria que hicieron al comenzar el directo a Pascual Saura, ex bajista y amigo íntimo de la banda, fallecido el viernes anterior, y el tema Hasta que se acostumbre a la oscuridad.

Concluyeron la presentación de su disco con canciones como Carrusel, Se hizo de noche cuando te conocí y Gracias por los días que vendrán, una de las últimas que sonaron, antes de despedirse de Madrid con su conocido Quédate a dormir. Eso sí, no sin emplazar a los asistentes al concierto que repetirían el día siguiente en la misma sala Joy. A estas alturas ya había tenido lugar la sorpresa de la noche, que tuvo lugar en el bis, cuando Carlos Raya, productor del grupo y grandísimo guitarrista, subió al escenario y tocó algunas canciones junto a la banda.

M Clan es mucho más que un grupo de música. Es una banda, en el más amplio sentido de la palabra, y son el máximo exponente de lo que ellos conocen y quieren hacer llegar como el rock and soul.

Publicado en La Huella Digital

martes, 21 de diciembre de 2010

Una chica de la calle

Maggie. Stephen Crane. Cátedra. 160 páginas. 9 €.

A veces me encuentro en alguna estantería libros que nunca había visto y que, de repente, pasan a formar parte de mi imaginario literario. Suele pasarme cada cierto tiempo. Hace unos días paseaba entre las estanterías de la biblioteca municipal de mi barrio cuando una mano, que ojeaba libros conmigo, me alargó un ejemplar de una novela extremadamente corta, de Stephen Crane, que tenía como título el nombre de Maggie. Corto, conciso y breve. Como la propia novela.

“Creo que te gustará”, me dijo, casi susurrando para que no nos escucharán las bibliotecarias y sus carteles de “Silencio, por favor.”.

En el Nueva York que describe Crane, mucho más digno de los años veinte del siglo XX, valga la redundancia numérica, que de su época, transcurre la historia, que no es más que la vida de la joven Maggie. Una chica de la calle que nace en el seno de una familia algo problemática. Su madre es alcohólica y no presta el caso necesario a sus hijos, Jimmie, la propia Maggie y un bebé con destino infausto.

Con saltos espontáneos de tiempo, aunque contando la historia siempre de manera sucesiva en el tiempo, Stephen Crane nos sumerge en su América para trazar en el papel los esbozos de lo que serán los Estados Unidos de principio del siglo XX, repletos de clubs musicales, traficantes, gánsteres y todo tipo de elementos de la cultura suburbana.

La vida de Maggie transcurrirá para que se suceda la vida y el retrato social que dibuja el autor norteamericano, llegado a considerar por muchos como uno de los padres y referentes de la novela contemporánea norteamericana. Lo cierto es que, en algunos pasajes, sí que recuerda a la literatura norteamericana de escritores futuros, como J.D. Salinger en El guardián entre el centeno. Los paseos de Maggie me transportaron a la Nueva York de Holden Cauldfield.

Los buenos novelistas tienen que ser capaces de retratar su época en sus palabras. Pero además tienen que tener la habilidad de hacerlo de una manera inteligible, rítmica y apta para cualquier público que se detenga en una biblioteca a leer sus libros. Stephen Crane deja patente la vida del barrio de Bowery en Nueva York y pinta con una técnica colorista, dentro de la dura temática que trata, las bases que ejemplifican a la perfección el modelo de literatura urbana.

Maggie es la historia de cómo el entorno, la familia, la sociedad y otros elementos pueden malear a una persona que al principio parecía cándida y que discurre por los peores lugares de la metrópolis. Es en eso, precisamente, en lo que destaca notablemente Stephen Crane, en no culpar a sus personajes de su degradación y caída, sino en desviar, además, la mirada hacia elementos sociales y entornos hostiles y complicados.

Publicado en La Huella Digital

sábado, 18 de diciembre de 2010

Un breve paseo por la memoria

El paseo. Federico Moccia. Editorial Planeta. Colección Internacional. 64 páginas. 8 €.

Federico Moccia es famoso en la actualidad por sus grandes best-sellers Tengo ganas de ti, Perdona que te llame amor, A tres metros sobre el cielo y Perdona, pero quiero casarme contigo. Sin embargo, esta vez nos sorprende con una pequeña novela, muy corta, que recrea una vuelta a los orígenes de un personaje, también llamado Federico, que, obviamente, es él mismo.

Federico regresa al pueblo donde pasaba las vacaciones de pequeño, Anzio, en Italia. Allí una mañana sale a pasear a la luz del amanecer, por la playa a la que de niño iba a jugar, esa en la que conoció a su primer amor y en la que su padre le enseñó el arte de la navegación.

Todo lo que ve le transporta al pasado. Se acuerda de la chica con la que paseaba por la arena, del quiosquero al que le compraba y de toda la vida que tenía Anzio cuando él la frecuentaba. Entonces, en un momento determinado, pierde la mirada en el mar y cuando retorna cree ver la ciudad con algún pequeño cambio que ni siquiera termina de percibir.

De esta manera llega el momento cumbre: la aparición de su padre, recientemente fallecido, en ese escenario mágico, un tanto onírico. El encuentro soñado. Federico tiene la oportunidad de pasar un día con su padre y redimir sus deseos. A partir de entonces todo son evocaciones, la memoria de Federico se agita y se encoge con cada paso de su padre, que le lleva de paseo por los lugares que siempre recorrieron juntos. Federico recuerda su rebeldía juvenil: “Al igual que cuando quería hacerme fotos. Para él tenía mucha importancia, y yo resoplaba. No me gustaba nada quedarme quieto, posar. Entonces”. Y recuerda cómo su padre sonreía con esta actitud.

El paseo continúa. Todas las cosas que nunca se dijeron, los momentos que vivieron y que les gustaría volver a vivir cada día, e incluso el arrepentimiento del hijo por algunos pequeños detalles, inundan la conversación y el paseo hasta que por fin anochece. La historia es un gran cuento tanto para niños como para padres. Un canto al amor y al aprovechamiento del tiempo cuando las dos personas aún lo disponen.

El argumento recuerda un poco al de Réquiem, en el que los fantasmas del pasado del protagonista le ayudan a buscar al de Pessoa, con la salvedad de que en esta historia el recuerdo está aún más vivo y tiene una vocación reconciliadora con la vida y con el propio pasado. “Y yo soy feliz de verlo así de sereno. De verlo finalmente descansado, después de todo el trabajo que ha hecho. Y lo miro orgulloso…”, dice Federico en una de sus reflexiones, prueba de su admiración y de su reparación.

El autor escribe una especie de carta novelada a su padre, desaparecido ya, en la que sella su memoria con un paseo inundado por el nostálgico mar de los recuerdos. Sus palabras suponen un agradecimiento, el que nunca supo dar, y le deja en paz consigo mismo y con sus fantasmas. Sin duda, una breve lectura para recomendar a los padres.

Publicado en Culturamas

jueves, 16 de diciembre de 2010

Ritts y el desnudo fotográfico

LIGERAMENTE DESENFOCADO - 4

La desnudez siempre nos atrajo. Creo que ninguna persona puede decir lo contrario. Quizás sea la atracción por lo desconocido. O casi mejor: por lo que nunca terminamos de conocer. Para la fotografía el desnudo es también algo mágico. Personalmente, creo que es la verdadera manera de retratar a una persona, lejos de convencionalismos, con la verdadera desnudez de su esencia, tanto exterior (la que aparentemente vemos) como interior (la que desconocemos incluso después de haber desnudado a alguien).

Estéticamente creo que el desnudo es lo más bonito de fotografiar para un artista. Si bien es cierto que es difícil encontrar a una persona con la que se establezca la compenetración necesaria para no sentir incomodidades por ninguna parte y para que la naturalidad fluya. Ese trabajo, lógicamente, tiene mucho que ver con el fotógrafo, aunque quien se encuentra delante del objetivo es quien más tiene en su mano la labor.

La cámara supone casi siempre una barrera entre las personas, a menudo imposible de saltar. Yo mismo, que suelo encontrarme por detrás del objetivo, desconfío a menudo de alguien a quien no pueda verle claramente la expresión. Por eso resulta difícil encontrar modelo.

Me encontraba días atrás con una publicación de un reportaje que mostraba algunas fotografías de Herb Ritts. En ellas se muestran algunos desnudos de personajes famosos, todas mujeres. Creo que es el mejor fotógrafo de desnudos que conozco. Me impresionó por encima del resto una imagen en la que aparece Cindy Crawford, completamente desnuda, sin nada que la cubra la piel, salvo su propio brazo por encima del pecho. Si te detienes a mirar la fotografía, puedes incluso ver cómo la piel del pecho de la actriz está erizada, lo que vulgarmente llamamos piel de gallina. Captar ese detalle es algo realmente increíble que consiguió el artista.

Nadie cuestiona la belleza del cuerpo femenino. Pero en cambio sí ocurre que se cuestiona la labor que conlleva intentar realizar esta toma. Es fácil y muy recurrente pensar en que solo se necesita una cámara, una modelo, un disparo… y listo, cualquiera puede ser un gran fotógrafo, como cualquiera puede desnudar a alguien. Ambas tareas tienen su quid.

Aprovecho estas palabras para reivindicar la difícil labor creativa que supone un desnudo. Y ya de paso para invitaros a ver el trabajo excepcional de Herb Ritts.

Publicado en Culturamas

viernes, 10 de diciembre de 2010

Yo no vengo a decir un discurso

Yo no vengo a decir un discurso. Gabriel García Márquez. Random House Mondadori. 160 páginas. 15’90 €.

“Yo no vengo a decir un discurso”, decía el colombiano en su primera aparición ante un auditorio, con sólo 17 años, delante de todos sus compañeros, que se despedían del Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá. Es toda una revelación que refrenda en discursos posteriores. En su segunda aparición pública ya como exitoso autor de Cien años de soledad, entre otras novelas, en el año 1970, dice: “Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea”. Dos años más tarde, en Venezuela: “he venido de cuerpo presente y en pleno uso de mis facultades a hacer al mismo tiempo dos de las cosas que me había prometido no hacer nunca: recibir un premio y decir un discurso.”.

Ese aparente miedo escénico aparece como constante en las intervenciones de Gabo, aunque paulatinamente parecen suavizarse con el paso de los años. Yo no vengo a decir un discurso recoge todos los discursos ofrecidos por el Premio Nobel desde el año 1944 hasta 2007. Y menos mal que se soltó y perdió ese terrible miedo a comparecer, pues sus exposiciones son verdaderas obras lingüísticas y literarias.

El libro recoge entre otros, como no podía ser de otra manera, los discursos de recogida del Nobel, uno de los mejores discursos que se han pronunciado nunca en la Academia de Letras de Suecia: La soledad de América Latina o el breve brindis por la poesía que pronunció durante el banquete ofrecido por los reyes dos días después. Pero, además, ofrece al lector otros textos que escribió el escritor para otros actos como la inauguración de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano o el estreno de la sala de cine de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, la conmemoración de los cuarenta años de Cien años de soledad

Sin embargo, la recopilación de textos deja la imagen de un hombre comprometido, mucho más allá de la literatura, con la época que le ha tocado vivir, con su país en decadencia, con el periodismo y la destrucción que, a su juicio, suponen las nuevas tecnologías para éste o con el medio ambiente, en discursos realmente bellos. Bellísimo es el que para mí es su mejor texto discursivo: Botella al mar para el Dios de las palabras, que resultó tan polémico, pero acreedor de una lírica y una belleza sin límites.

Durante todas sus intervenciones se consigue ver la evolución del autor, que ya en sus discursos deja entrever muchos de los mecanismos de creación de sus obras, historias y anécdotas que cuenta que después aparecerán en algunas de sus novelas o en sus cuentos. García Márquez se muestra como un buen amigo de los suyos, como desvelan dos discursos escritos en honor a dos grandes personalidades en su vida, Álvaro Mutis y Julio Cortázar. Ambos son de una brillantez exquisita y dejan patente una clara y fervorosa admiración del colombiano hacia sus dos amigos, a quienes recuerda desde las emociones más personales e íntimas.

Yo no vengo a decir un discurso constituye un autorretrato muy vivo y muy verídico, a través de sus propias palabras en el tiempo, de uno de los mejores autores vivos de la literatura universal.

Publicado en Pero Libros

martes, 7 de diciembre de 2010

Infancia

Parece que Isabel Muñoz es el nombre de moda en el mundo de la fotografía. Lo cierto es que su trabajo es incuestionable. Esta vez la artista aborda el tema de la infancia en diferentes casos particulares de niños que han tenido que salir adelante en situaciones complicadas.

La exposición está organizada por UNICEF y la Fundación La Caixa, y conmemora el vigésimo aniversario de la creación de la Convención sobre los Derechos del Niño. Además cuenta con la colaboración del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación.
En la muestra se pueden ver retratos de niños realizados en cuatro continentes, que muestran las adversidades que han de superar estos para sobrevivir en un mundo difícil y cargado de miserias. Algunas fotografías son de muy bella factura y muy coloristas.

Sin embargo, la disposición de las fotografías, en grandes paneles luminosos colocados en una especie de laberinto, en una pequeña sala, no permite el visionado de la exposición en las condiciones que se merece. La gente se aglutina alrededor de los paneles y en ocasiones resulta difícil seguir la visita y pasar a otra foto.

No obstante, lo que no se puede negar es el arte y la visión de la realidad de los más desfavorecidos, de los más alejados a nuestra cultura y de todas éstas que tiene la fotógrafa, galardonada con el premio de la fotografía de la Comunidad de Madrid de 2006.

La exposición permanecerá en Caixa Forum (paseo del Prado, 36), hasta el 15 de enero. El horario de visitas es de lunes a domingo, de 10 a 20 horas.

Publicado en Culturamas

domingo, 5 de diciembre de 2010

El horizonte de la memoria

El horizonte. Patrick Modiano. Editorial Anagrama. 160 páginas. 15 €.

Patrick Modiano vuelve a dejarnos un libro lleno de búsquedas constantes, elementos del pasado e incógnitas por resolver. La obra de Modiano no deja lugar a dudas: el francés es el escritor de la memoria, de los recuerdos. En El horizonte vuelve a situar la acción en los suburbios de París.

La novela de Modiano sigue por sus derroteros habituales. Con un mismo tono, un mismo ritmo narrativo y un estilo tan característico como el suyo, ésta vez nos presenta a un aprendiz de escritor, Bosmans, que trata de acordarse de la primera conversación que tuvo con Margaret Le Coz, una oficinista de origen berlinés con la que coincide por puro azar en una manifestación, cuando la multitud los arrastra en la boca del metro y los aplasta contra una pared.

Siempre con su libreta, Bosmans intentará viajar al pasado, anotando cualquier recuerdo por mínimo que sea, para seguir el rastro de Margaret Le Coz hasta el presente y, además, en un intento de reencontrarse consigo mismo. Mientras tanto, Modiano, a través de los recuerdos de su protagonista, va introduciéndonos en las vidas pasadas de Bosmans y, sobre todo, de Margaret. Estas remembranzas del personaje nos ayudan a ver que Margaret Le Coz no es un nombre real, sino que es un pseudónimo que utiliza la mujer porque está huyendo de un tal Boyaval, un personaje que perseguirá continuamente a los dos amantes durante la novela. Así, Modiano nos enseñará que ella es de origen alemán, concretamente de Berlín, que allí vivió antes de huir a Suiza, y que, de Suiza viajó a París, siempre huyendo de la amenaza de Boyaval.

Como de costumbre la narrativa de Patrick Modiano está fuertemente condicionada por la atmósfera que crea en su relato. Y como siempre entre sus páginas encontramos un personaje que, o bien busca a alguien de su pasado, o directamente se busca a sí mismo como Guy Roland, un hombre sin memoria ni pasado, en Calle de las tiendas oscuras (Premio Goncourt en 1978). Ya pudimos disfrutar de su inigualable talento en este tipo de narraciones con En el café de la juventud perdida, donde creó su personaje más emblemático, que cautivó a todos los lectores, Louki, a quien dejó perderse entre poetas malditos y estudiantes universitarios por los cafés de su París.

En este caso, como vemos, no es distinto. El horizonte es más de lo mismo, aunque con diferencias. La literatura de Modiano se podría catalogar como literatura de búsquedas, la literatura de la memoria y el pasado. En esto, nadie lo puede dudar, aunque nos pueda gustar más o menos, es un verdadero maestro. En esta nueva novela me vuelvo a quedar con el poso de su atmósfera grisácea y enigmática, que ya se ha ganado la creación del término “modianesco” para definir situaciones y ambientes similares a los que él crea en sus obras, que, a veces, incluso, rozan lo onírico.

El novelista francés vuelve a crear una atmósfera oscura, llena de sombras y de fantasmas, desde la perspectiva de una memoria a punto de perderse definitivamente, que recuerda el breve amor de su juventud mediante notas, apellidos que le vienen a la cabeza de repente a bocanadas.

Todo un clásico vivo en la novela francesa.

Publicado en Culturamas

jueves, 2 de diciembre de 2010

Redescubrimiento de Lilliput

Lo que sé de los hombrecillos. Juan José Millás. Editorial Seix Barral. 192 páginas. 17’50 €.

Siempre que tengo que hablar de Juan José Millás suelo definirlo como uno de los escritores contemporáneos con la imaginación más poderosa de nuestro país. El rey de las ocurrencias, como bien saben aquellos que me rodean a los que alguna vez les he sugerido al autor. Desde que leí la primera novela suya que cayó en mis manos, que fue No mires debajo de la cama, siempre he pensado que es un escritor muy fresco. Un escritor y periodista al que hay que leer algo, sin excepción.

Esta vez no traiciona para nada sus principios y vuelve a sorprender con una historia que gana en intensidad y se vuelve más macabra conforme pasan sus páginas. Millás nos adentra en el mundo tibio y pacífico de un catedrático de Economía que ya se ha jubilado, y para el que su vida consiste en hacer la casa, tarea que le da cierta paz espiritual, según comenta, además de escribir algunos artículos periodísticos sobre economía y preparar algunas clases de doctorado que todavía imparte en la facultad. Su mujer, también académica, lucha por un puesto como Rectora de la Universidad, por lo que él pasa mucho tiempo sólo en casa escribiendo sus artículos y realizando estas tareas.

Uno de estos días un acontecimiento rompe su rutina. Cuando mete la mano en su bolsillo para sacar unos mendrugos de pan -acostumbra a guardar algunos para morderlos cuando está nervioso-, saca, además, cuatro o cinco pequeños hombrecillos diminutos que empiezan a corretear por la mesa buscando escondrijo. No es la primera vez que estos seres visitan al profesor, aunque, desde luego, será la más determinante en su vida.

Poco después los hombrecillos, que continúan en la casa, despiertan al catedrático con unas pequeñas cosquillas en su pecho y, he ahí la sorpresa de éste, cuando ve que están fabricando un pequeño doble suyo del mismo tamaño, exactamente igual, que siempre irá vestido como ellos (traje gris, camisa blanca y sombrero oscuro), y que tendrá, a partir de entonces, una constante conexión con él, que verá a través de sus ojos, sentirá a través de sus sentidos, y viceversa. Al principio todo transcurrirá de manera surrealista, incluso graciosa; el profesor visitará, en ojos del hombrecillo, el diminuto mundo de estos seres y experimentará algunas sensaciones que le transportarán de la rutina a un nuevo mundo por descubrir. Pero entonces ocurrirá algo que transformará la historia y la volverá algo más turbia. Al hombrecillo le gustarán tanto las sensaciones vividas que empezará a arrastrar al profesor hacia una espiral autodestructiva que se culminará con una truculenta petición, difícil de llevar a cabo por él, que hará tambalear los cimientos morales del personaje.

Juan José Millás vuelve a crear un mundo peculiar y surrealista, en el que sin embargo coletean muchos trazos de la realidad más desgarradora de las personas. Los vicios, las culpabilidades, las rutinas… Como escribía Juan Cruz, “Millas ha escrito, al menos desde 1994, para contar que es dos, que vive esa dualidad más como un acto creativo que como un drama; su humor, que es abundante, surrealista, absurdo y corrosivo, nace de esa evidencia, que a todos nos afecta y que él ha acogido con preocupación y con júbilo a partes iguales.”. Es complicado encontrar un párrafo mejor para describir una escritura como la del valenciano.

Con una novela corta –no se tarda más que unas horas en leerla-, como nos tiene acostumbrados, rompe con su anterior texto, El mundo, para volver a escribir otra fantasía que no dejará indiferente a ninguno de sus lectores y en la que no faltará nada. Sexo, remordimientos, dobles personalidades, crimen y, por si alguno lo echaba de menos, una pequeña mujer que él describe casi como una diosa, dentro del mundo de los hombrecillos, que será la perdición de su sentido común, al menos del de una de sus dos partes.

Publicado en Pero Libros