El blanco y negro proporciona un halo de atemporalidad a Oh boy que contrasta con la evidente contextualización en la actualidad de la historia narrada. La confrontación entre el pasado y el presente se hace manifiesta en cada giro del viaje que Niko experimenta durante un día y una noche en Berlín.
El movimiento elegante de la cámara de Jan Ole Gerster persigue al personaje durante su “paseo” y se adentra con sigilo en la intrahistoria de la gran ciudad. Los planos de la vida y la rutina berlinesa y el uso de la música, con el jazz como conductor, recuerdan por momentos a Woody Allen, para dar paso, en otros, a ecos sutiles de Wim Wenders.
Sin embargo, la contradicción generacional se conforma como uno de los temas centrales desde el primer momento. El término “generación perdida”, ya demasiado manido, es personificado en la situación que atraviesa Niko, que atraviesa un pausado camino hacia el desencanto. La incapacidad de conectar con las generaciones anteriores toca su punto álgido en la relación que (no) mantiene con su padre, más preocupado del golf que de la situación de su hijo. A lo largo del film los encuentros interpersonales no son más que una representación de la brecha intergeneracional entre pasado y presente. La joven desequilibrada, la banda de borrachos o el viejo filonazi que entabla conversación con Niko al final de la noche no son sino meras alegorías de ese conflicto entre la juventud y la madurez.
Igual de metafórica es la representación de la ciudad como un ente opresor que permanece ajeno a los problemas y la idiosincrasia de sus habitantes. La fotografía de Philipp Kirsamer coloca a menudo al personaje, en su soledad reflexiva, en mitad de espacios grandes (el bosque, el campo de golf) que contrastan con la tiranía de la gran ciudad. En este sentido Oh boy puede tener resonancias del trabajo fotográfico de la reciente Oslo 31 August (posterior a ésta), con la que guarda ciertas similitudes en determinados aspectos. La opresión de la ciudad y el sistema queda metaforizada en el azar que impide a Niko tomar un café durante todo el día, dando pie a un final de gran fuerza poética que se podría interpretar como un mensaje triunfante, quizás algo sombrío, o como una compleja alusión al inevitable y necesario cambio generacional.
Oh boy supone un retrato de una ciudad y de una época, de un tiempo en el que las soledades se comparten sin dejar ninguna huella visible; eso hace Niko con cada personaje que se encuentra: el viejo, la excompañera de colegio o el vecino. Una representación en la que cada diálogo está sujeto a una clara intencionalidad. La sucesión de hechos y encuentros, ordenados cronológicamente en un guión aparentemente sobrio y sencillo, encierra mucho más de lo que aparenta a simple vista.
El grito mudo de Oh boy no se detiene ahí. Gerster acompaña a Niko en el vagabundeo errático por la ciudad para dar testimonio, además, de incipientes corrientes artísticas, en las que vuelve a entrar en liza la confrontación con el pasado (la película de nazis o el teatro conceptual), y del estado de embriaguez que aturde sistemáticamente a la juventud de los minijobs y contribuye en cierto modo a perpetuar la dominante relación social.
La película del director alemán, que se alzó con el premio a mejor ópera prima en los premios de cine europeo de 2012, es una obra sólida sustentada por un guión cargado de intenciones y múltiples lecturas, y por una interpretación templada y comedida de un Tom Schilling que se ha convertido, gracias a sus últimos trabajos, en una de las caras más reconocibles del nuevo cine germano.
Crítica publicada en Esencia Cine
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