Texto conjunto con Enrique G. Llamas - Fotografías por Pablo Álvarez
Envueltos en luz azul, una luz de ida y vuelta, dos autores españoles y dos americanos eligieron, cada uno, a un escritor del otro lado del charco para hablar de él. Para demostrar, una vez más, que lo que nos une es más que lo que nos diferencia.
De esta manera, se citaron en el preludio de la noche de los libros, en la Casa de América de Madrid, ocho reconocidos autores para entablar una conversación, con el público de por medio, sobre la obra de los cuatro más veteranos. Julio Cortázar, Ítalo Calvino, Jorge Luis Borges y Albert Camus, retratados por Benjamín Prado, Fernando Iwasaki, Agustín Fernández Mallo y Juan Gabriel Vásquez, respectivamente.
Tenían sólo veinte minutos cada uno, subjetivos claro. Hubo quien los excedió sin que nadie de los presentes se diera cuenta, gracias al suave acento de Iwasaki hablando de Ítalo Calvino, a quien destacó como un autor bastante olvidado, que para él es uno de los imprescindibles, aunque ninguno de sus libros sea su favorito; hubo quien se quedó corto, dejándonos con ganas de más, como el genial Benjamín Prado, que definió a Cortázar en veinte maravillosas líneas, y nos dejó claro lo que éste, y su literatura, suponía, supone y supondrá.
Otros cumplieron con el reloj a rajatabla; Juan Gabriel Vásquez demostró la posible influencia de Camus sobre Mario Vargas Llosa y García Márquez, pese a morir antes de que se diese a conocer el boom latinoamericano; posible porque también recordó que como Borges mismo dijo: “la realidad no tiene obligación de ser interesante, pero sí las hipótesis”. El propio Borges encontró su refugio en un integral e íntegro Agustín Fernández Mallo, que leyó al público una versión propia y personal de un cuento del autor latinoamericano, tras no poder leer su ponencia, que se quedó en Mallorca, debido al trastorno de vuelos que ha habido esta semana. Este último se centró fundamentalmente en el Borges cuentista y ensayista, ya que, según sus propias palabras, el poeta le interesaba poco.
Y si, entre tanto hombre, alguien echaba de menos a la mujer que no lo lamente, porque ellas se encargaron de hacer su puesta en escena. Los círculos concéntricos del plomo del tiempo de la señora Dalloway llegaron a la mesa, la Barcelona de Carmen Laforet, la supuesta Maga de Rayuela y la brillante poesía de Alejandra Pizarnik, también conmemoraron la genialidad de la literatura en otro veintitrés de abril. Y una vez más, en la Casa de América, hubo habitaciones para todos.
Publicado en Culturamas
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