lunes, 24 de febrero de 2014

El beatle en la consulta

Lennon. David Foenkinos. Alfaguara, 2014. 200 páginas.

“Se ve al Beatle, al militante político, al loco por Yoko, pero con usted no hay nada de eso. Es lo que me atrajo. Y además, el lado práctico: podré venir a verlo en pantuflas. Creerán que bajo la basura, pero vendré a vaciar mi propia basura.”

Pongan estas palabras en boca de John Lennon, siéntenlo en el diván, delante de su psicoanalista, y tendrán el perfecto resumen de lo que es la última novela de David Foenkinos. El escritor francés disecciona la vida del artista en una novela arriesgada en la que sitúa al Beatle bajo la mirada de un psicoanalista que no aparece salvo en las palabras de Lennon. Nunca habla, nunca corta el discurso del personaje, sólo está ahí, o al menos creemos en eso porque el propio John le interpela constantemente.

Con una primera persona muy particular, la estrella mundial narra episodios de su vida que van desde la primera adolescencia, e incluso la (no) tierna infancia, hasta meses antes de su asesinato. El Beatle cuenta aquellos capítulos conocidos por (casi) todos: sus peleas con los otros miembros del grupo, sus supuestas rivalidades con los Rolling, su relación con Yoko Ono; pero Foenkinos también da una visión (suponemos que ficticia a raíz de su documentación) acerca de la persona más desconocida, ese Lennon introvertido que se quita las gafas cuando sale de casa porque no está de moda, el que crece con el estigma del abandono familiar, o el que se sorprende en su primer encuentro con Elvis Presley. También se deja entrever entre sus discursos y los pensamientos propios del personaje a un tipo engreído y que se cree dueño de The Beatles, que a veces actúa como un impostor y en otras se deja embriagar por la violencia hooligan como él mismo la denomina en un pasaje de la narración: “Sólo me digo que mi energía pacifista es el fruto de mi violencia”.

La novela se divide en las dieciocho sesiones que John Lennon precisa para contarle al psicoanalista todo su mundo interior; sin embargo, a la hora de la verdad, la narración tiene una clara división marcada por la irrupción de Yoko Ono en la vida del personaje. Curiosamente, a partir de este giro, gracias al cual el personaje se muestra más extrovertido y libre, la novela pierde casi toda la fuerza que había tenido en la primera parte. Las disputas entre John y Paul, los viajes, los encuentros con otros grupos y, en definitiva, la vida más propia de los Beatles como conjunto, pierden entidad en favor de la vida conyugal y los vaivenes de la relación con Yoko. Entonces la obra se vuelve un poco más tediosa: “Con Yoko estaba completo al fin. Me sentía consumado. […] Yoko es yo”.

Tras esta afirmación el personaje parece desdibujado, absorbido por una fuerza mayor que es incapaz de controlar. Lo que vino después no hace falta mencionarlo. La separación del grupo, la visceralidad, los odios generados en torno a “la amante” y, con posterioridad, el asesinato de John Lennon y su completa mitificación también tienen lugar en las páginas de Lennon. David Foenkinos culmina su obra con un epílogo en el que, en presente, como si estuviese ocurriendo ahora mismo, narra el asesinato a sangre fría de la estrella a manos del admirador Mark David Chapman. La historia de los Beatles, contada desde el punto de vista del que se consideró su líder, termina ante unos ojos que, como los de Lennon, se cierran al compás de la última página del libro.

Publicado en Punto de Encuentro

jueves, 20 de febrero de 2014

'La mujer del chatarrero', cine de trinchera

La cámara al hombro, el aspecto social y el hecho de que los actores sean las personas reales que vivieron la situación que se narra, confieren a La mujer del chatarrero aspecto documental. Con temas universales como telón de fondo, como el sistema sanitario y la discriminación de las minorías, Danis Tanovic realiza un drama social y muy comprometido, en el que la temática se eleva por encima de todo lo demás. 

Nazif y Senada son un matrimonio gitano que reside en Poljice, una aldea pobre, en la que los hombres trabajan como chatarreros para poder alimentar a su prole. En 2011, la vida del matrimonio da un vuelco cuando Senada sufre un aborto natural y tiene que ser intervenida de urgencia para salvar su vida. Sin tarjeta sanitaria, el matrimonio necesita casi mil marcos (una cifra muy difícil de alcanzar con sus paupérrimos ingresos) para que a Senada se le practique la intervención quirúrgica precisa. 

La decisión de la mujer de no operarse, ante la imposibilidad de alcanzar esa cifra, es la que da lugar a la película de Tanovic. El cineasta se sirve de su experiencia como documentalista para filmar la historia desde una perspectiva de trinchera. Los seguimientos de los actores, esa vibrante cámara en mano, son la mayor reminiscencia de ese pasado en la guerra. Sin embargo, en determinadas ocasiones esta técnica transmite una sensación de mareo y desconcierto en el espectador, más allá de recalcar esa visión de reportaje y dotar de un realismo crudo a la imagen.


No obstante, la técnica queda dominada por la crudeza de la historia que se cuenta. El director bosnio desliza una historia sobre la discriminación sufrida por las minorías étnicas en su país tras la guerra. Una historia vergonzante. A pesar de ello, Tanovic evita caer en situaciones excesivamente melodramáticas o duras; la historia real ya lo es por sí misma e indigna lo suficiente como para aderezarla con ningún artificio. El retrato de la desgracia es desolador y todos los elementos contribuyen: el estéril invierno, el poblado gitano de Poljice –en el que todos los vecinos son los que viven de verdad allí–, los cortes de luz y, en definitiva, la pobreza y, lo que muchas veces es peor, la indiferencia del que la ve desde al lado de la chimenea.

Tanovic muestra, además, un panorama de Bosnia, contextualizado a través de los viajes en coche desde el poblado hasta la ciudad, en los que la cámara sigue al vehículo, dando testimonio de aquello que se les cruza en el camino. En su odisea personal, los personajes atraviesan fábricas, centrales, nidos de pobreza, discriminación y miseria, pero también dan evidencia del contraste de la ciudad con la parte amable de la ciudad, ajena a todo.

Las interpretaciones de Nazif Mujic y Senada Alimanovic, llevando a la pantalla su propia historia y su lucha por la vida, son contenidas, naturales y absolutamente creíbles. Ambos funcionan bien en la pantalla, ayudados por el aspecto documental de la película. No en vano, Mujic recibió por este trabajo el Oso de Plata a mejor actor en la Berlinale de 2013 y el film hizo lo propio con el Oso de Plata por el Gran Premio del Jurado.

La mujer del chatarrero es un drama social que denuncia hechos que suceden a diario, situaciones de las que son silenciadas con interés por unos y otros, pero que no por ello dejan de ocurrir. Danis Tanovic ha completado un film en el que da visibilidad a este tipo de desigualdades. Y eso siempre es digno de aplauso.

Crítica publicada en Esencia Cine.

martes, 18 de febrero de 2014

'Her': where the love is

En el clímax de Her la pantalla se oscurece hasta quedar absolutamente en negro. Sólo se escuchan, entonces, las voces de Theodore y Samantha haciendo el amor. La atmósfera sonora y de los sentidos cobra total relevancia relegando lo visual a un segundo plano, exactamente igual que en la relación que mantienen ambos, persona y sistema operativo. Minutos antes, él tiene otra relación por chat, esta vez con una mujer real, sin que se atenúe la imagen. La relación real resulta mucho menos satisfactoria; ella llega al orgasmo, él no, al contrario que ocurre con Samantha. A través de esta analogía Spike Jonze lanza uno de los grandes temas de su película: la incapacidad de relacionarse del ser humano. 

El cineasta se sirve en Her de la fantasía propia de la ciencia ficción para contar una historia universal: la de una relación que nace, se consolida y sufre los vaivenes propios de su naturaleza. Theodore es un hombre solitario que trabaja como escritor de cartas por encargo. Su facilidad para la palabra y su don poético le llevan a escribir las mejores cartas de la oficina. Sin embargo, en el aspecto personal, es un hombre en constante contraluz. Su vida sentimental es nula tras la ruptura con su mujer Catherine. Desde esa inflexión Theodore gasta los días en trabajar, pasear y escuchar canciones melancólicas.


Todo cambiará cuando adquiera un sistema operativo basado en un modelo de inteligencia artificial muy avanzado. Lo que en principio parecía destinado a ser una relación encarada a la mera resolución de necesidades acaba por convertirse en algo incontrolable. Theodore se enamora de Samantha, la voz que está al otro lado, y ella, gracias a la relación, se descubre a sí misma a través del amor y avanza mucho más allá de su programación.

A través de un guion sólido que acelera o reduce el ritmo según lo necesite la historia, el cineasta indaga en la amalgama de relaciones humanas a través del vínculo que se establece entre Theodore y Samantha (deslumbrante trabajo de Scarlett Johansson que, sólo con su voz, derrocha sensualidad y da vida al personaje). Sin embargo, no hay que equivocarse, en Her Jonze no ensaya las posibilidades de la robótica, la inteligencia artificial, ni nada parecido. El director nos adentra en su particular visión del amor al ritmo de Arcade Fire. La relación que dibuja no es otra cosa que una relación estándar. Poco o nada importa que uno de los componentes sea un sistema operativo, la analogía con lo normal es absoluta. Los celos, malos entendidos, reproches, pero también el cariño, las sonrisas y la sensación de lividez fruto del enamoramiento, se dejan ver en el rostro de Joaquin Phoenix –un lienzo para Jonze– igual que lo harían en cualquier persona.

El trabajo de los actores es verdaderamente lúcido. Phoenix completa un papel repleto de matices. Es un hombre que duda de sí mismo, de los demás, del propio mundo que le rodea; un protagonista ámbar que sufre y se topa con la calma que necesita en quien menos lo espera: Samantha. Por su parte, el personaje femenino resulta desbordante. Scarlett Johansson completa uno de sus mejores trabajos sin ni siquiera aparecer en pantalla. La vitalidad y la alegría que desprende su voz dotan a Samantha de un carácter propio, y el cambio de registro, cuando el guion lo exige, no hace nada más que confirmar el desarrollo que experimenta el personaje y el gran trabajo de la actriz. 

Los dos actores consiguen la química para que el espectador entre de lleno, sin cuestionarse nada, en la improbable relación entre un hombre cuya vida es demasiado mecánica y un sistema operativo que parece tener mucha más vitalidad que el total de los mortales. Un lujo que se completa con una secundaria como Amy Adams, camaleónica una vez más, interpretando a la única amiga de Theodore, a la postre otra perdedora como él. La pareja nos regala uno de los mejores planos finales del cine de los últimos tiempos.

Spike Jonze completa, en el primer trabajo que firma íntegramente, una historia que no deja nunca de lanzar preguntas. El guion reflexiona sobre la torpeza para relacionarse del ser humano a través de una bella historia de amor y desencuentros que es el hilo conductor más arraigado de la película.

Her es una cinta con tintes de obra maestra, que sigue la estela de lo esbozado por planteamientos como el de Black Mirror o Real Humans, a la cual Jonze aporta su toque personal y rebelde. Una obra que, bajo un envoltorio de aparente sencillez, profundiza en temas tan complejos como inherentes a nuestra naturaleza y termina por calar hasta el tuétano. Sin duda, Jonze ha firmado uno de los grandes títulos de los últimos años.

Crítica publicada en Esencia Cine

domingo, 16 de febrero de 2014

Lili se mira en un espejo y pulsa con insistencia el interruptor de la luz, que se enciende y se apaga, dejando entrever a fogonazos cómo las lágrimas se derraman por sus mejillas. Es uno de los varios momentos en los que Family Tour, primer largo de ficción de Liliana Torres, se entremezcla con el videoarte. 

El personaje de Lili es lo único totalmente ficticio de la película. La cineasta se sirve de la realidad para crear la ficción, gracias al trabajo de actores no profesionales –su propia familia–, que se complementa con el de Núria Gago, la única actriz de profesión del elenco, interpretando a la propia directora en el seno familiar.

A caballo entre la ficción y el ensayo documental, la película desgrana las sensaciones que invaden a Lili cuando vuelve de Méjico para pasar unos días con su familia. Los reencuentros con viejos amigos y parejas, las conversaciones perdidas y el pasado que dejamos atrás desfilan mientras ella sigue su camino y ve como todo se escapa sin que pueda hacer nada por retenerlo.


La pérdida de la inocencia, uno de los temas vertebrales de la película de Liliana Torres, es representada de forma poética en la pieza de video –otra vez el videoarte– que la protagonista realiza como acompañamiento gráfico a un concierto de una amiga. En el video, la joven se pone y quita ropa, se viste y se desnuda con las prendas de su infancia, quedando patente que ya no cabe en ellas, que ha crecido, que ha perdido aquella edad para siempre. 

Como ya se pudiese ver en anteriores trabajos como el corto Anteayer, en la obra de Liliana Torres hay una predominancia de los diálogos, a través de los que se conocen el carácter de los personajes y sus confidencias. Gracias a ello se puede advertir a Lili como una mujer aparentemente rocosa y terca, que, sin embargo, en ocasiones, deja ver sus momentos de flaqueza (el encuentro con la prima que le regala una pulsera). En este sentido funciona muy bien la relación que tiene con su hermana, personaje interpretado por Noemí Torres –la propia hermana de la cineasta–, que adquiere una química muy especial con Núria Gago que ayuda a conocer mejor las interioridades del personaje. 

Liliana Torres completa un trabajo valiente, tanto por la manera de llevarse a cabo, con un presupuesto limitadísimo y actores que no lo son, como por la representación de su familia que transciende la pantalla. El desenfoque selectivo que aplica en muchos de sus planos parece una metáfora de esa representación, un aviso al espectador, como si desde el principio quisiese dejar claro que lo que muestra es exactamente lo que ella ha querido descubrir, lo que le ha servido para llevar a cabo esa ficción, y no todo lo que podría haber expuesto. 

Cabe destacar el trabajo de Núria Gago como auténtica protagonista de la historia. La actriz barcelonesa ríe, llora, se asombra y, en definitiva, da vida a una chica que deambula por una ciudad que, pese a ser la suya, cada vez le resulta más extraña. 

Family Tour es una producción que habla sobre la familia, las relaciones y el paso del tiempo, que flota entre lo real y lo impostado, entre la comedia y el drama, entre la ficción y el documental. Una buena ópera prima de Liliana Torres.

Crítica publicada en Esencia Cine

viernes, 14 de febrero de 2014

'Alabama Monroe', la grieta en el círculo

El bluegrass vertebra cada escena de Alabama Monroe. La música, acústica y de acordes alegres por lo general, acompaña a la historia de amor de la pareja protagonista. Sin embargo, la narración es dura, durísima y convierte Alabama Monroe en una de esas películas para las que hay que mentalizarse previamente.

Elise y Didier son una pareja idílica, unos músicos que ubican su canción en una casa en el campo. “Lord, I’ve got country in my genes”, dice una de sus composiciones. Su historia de amor es perfecta desde que Didier conoció a Elise en la tienda de tatuajes que ella regentaba. Después vino todo lo demás, el enamoramiento, el bluegrass, el embarazo de Elise y la enfermedad de su hija Maybelle. A partir de aquí comienza a oscurecer. Cuando todo marcha bien no hay dudas, pero cuando el círculo de felicidad empieza a resquebrajarse, empiezan a brotar.


La película se divide en dos partes. La primera, algo más confusa, hilvana el presente con numerosos flashbacks, que a veces hacen que la cronología sea difícil de seguir; por su parte, a partir del giro que tiene lugar en la mitad de la cinta, la película se centra un poco en cómo la pareja intenta superar las adversidades. Didier, agnóstico y de pensamiento práctico, trata de seguir adelante de la mejor manera posible, pero Elise se refugia en pensamientos más místicos y religiosos para sentirse protegida de algún modo.

Es entonces cuando la película abre su espectro en exceso y lanza varios mensajes en distintas direcciones. Por momentos se hace difícil saber qué es lo que quiere contar exactamente: la batalla entre la razón y la religión, la historia de amor entre la pareja, el dolor y la música, son algunos de los múltiples esqueletos del film. Sin embargo, el trabajo actoral suple esta impresión y las dudas que genera un montaje algo errático, sobre todo gracias a una Veerle Baetens que se agiganta en cada escena.

Felix van Groeningen se adentra en el mundo del bluegrass, estilo musical cercano al country y el folk, con una magnífica banda sonora, para narrar una historia de superación de adversidades, de héroes anónimos que luchan para poder contarlo (y cantarlo). Pese a abrazar el melodrama en determinadas ocasiones (lluvia en momentos de tristeza, letras de canciones que encajan demasiado con lo que se está contando o lo que genera incluir a una niña enferma en la historia) el director reconduce bien la narración para no estancarse sólo en el lamento. Sin embargo, como era de esperar, las lágrimas corren por el rostro de Didier (un gran Johan Heldenberg, autor de la obra de teatro) y por el alma de Elise (una Veerle Baetens, preciosa, tatuadísima y desgarradora, que completa una interpretación espectacular en todos los registros).

El trabajo fotográfico, además, se mimetiza a la perfección con las emociones de los personajes, destacando varios contraluces en tonos duros que sirven para dejar claro que ni los conciertos, ni el amor y las sonrisas proporcionadas por los flashbacks, ni la tranquilidad del campo y el country, ocultan el drama que arraigan los personajes y, por tanto, la película. 

Alabama Monroe es una obra que funciona mejor cuando se centra en los personajes y no se deja llevar por grandes mensajes ni proclamas; cuando recupera los flashbacks del amor de Elise y Didier o cuando este se deja ver, en las formas más duras y crueles, en el presente de la pareja. Una historia durísima que golpea, resquebraja y zarandea con violencia al espectador. No obstante, una historia preciosa y muy bien realizada, que conjuga como pocas la música con el dolor, el amor y la propia vida.

Crítica publicada en Esencia Cine

martes, 11 de febrero de 2014

El cineasta, al diván

Un hombre adulto se hunde en una piscina de la que parece imposible que vaya a salir. Mientras tanto, una serie de imágenes se suceden en pantalla intercalándose con la lucha por salir a flote de este tipo, que no es otro Guillaume. La imagen es un reflejo, una metáfora, de la psicología del personaje, en eterna lucha consigo mismo desde pequeño, y en pugna con su familia, por autodeterminar su sexualidad, su idiosincrasia y el modo en el que quiere vivir su existencia.

No es el único momento de la cinta en el que Guillaume flota, el protagonista fluye durante los 85 minutos con un toque de comedia a veces excesivo. A través de la representación de un monólogo teatral Guillaume se funde con la narración de su pasado, con un fondo negro que puede llegar a simbolizar el estado anímico del personaje. Que la película esté narrada en clave de comedia es arena de otro costal, pero lo cierto es que la historia de Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! tiene mimbres dramáticos y arrugas donde tendrían cabida, desde luego, estudios psicológicos sobre los comportamientos y las relaciones que establecen los personajes.


En este sentido, la interacción entre el propio Guillaume y la madre cobra una importancia vital en el desarrollo argumental. Por momentos, la dependencia que muestran ambos del otro es enfermiza, llegando a una resolución –buen giro de guion mediante– con la que un freudiano se frotaría las manos. Esta relación, un tanto demente, entre la madre y el hijo, es perfectamente representada con la interpretación por parte de Guillaume Galliene de sendos personajes, creando situaciones verdaderamente esperpénticas de las que termina por salir airoso.

La correspondencia que establece el espectador con lo que ve en la pantalla oscila en torno a varias sensaciones. Por momentos Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! puede hacer reír, incluso arrancar algunas carcajadas, con sus chistes; sin embargo, en otras ocasiones, lo que provoca es el gesto torcido, la incomodidad o incluso la lástima por un personaje envuelto en una cierta corriente de patetismo. Guillaume Galliene hace un buen uso del guion sin sobrecargar demasiado lo cómico, pero sin obviar lo dramático, ayudándose para ello de un montaje que cohesiona el relato monologado con la representación en la pantalla del pasado que éste cuenta. 

Entre tanto, mientras vemos los vaivenes de Guillaume en su intento por descubrir su sexualidad y la situación que ocupa para su familia, la película se entretiene con el humor. Se suceden a lo largo de la cinta gags que van desde lo absurdo y embarazoso (el momento Diane Kruger) hasta el humor fácil fruto de los clichés (la representación de países como España –jacarandosa y flamenca, claro– o Inglaterra), pasando por la crítica ácida al sistema institucional, con un momento brillante –la cruz amarilla es quizás la secuencia más lúcida del film– en el que Galliene satiriza lo ultrarreligioso con evidente sorna.

El cineasta francés narra una historia autobiográfica en la que es casi omnipresente: dirige, escribe y protagoniza. Para ello se vale de un texto cargado de símbolos con los que grita el mensaje que quiere transmitir sin apenas decir nada (la metáfora del domador de caballos es un gran ejemplo). Lo mejor para él es que sale entero de su primer largo, con un final que supone una revelación súbita para el protagonista, la madre e incluso el público. 

Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!, ópera prima del director, supone una introspección hacia la mente del creador, su recorrido vital y su memoria del pasado, en clave de humor, que está arrasando en su país de origen y que opta a los mismos premios César que obras de la talla de La vida de Adèle. Y eso, pese a sus evidentes diferencias, no es casualidad.

Crítica publicada en Esencia Cine

El dedo en la llaga

Atta. Jarett Kobek. Alpha Decay. 208 páginas.

La confrontación está presente en cada una de las páginas de Atta. El escritor estadounidense de origen turco, Jarett Kobek, reflexiona sobre los atentados del 11-S desde un punto de vista completamente nuevo con respecto a lo que se ha podido leer sobre el tema anteriormente. La obra de Kobek es una especie de híbrido entre la novela y el ensayo a través del que el lector conoce la biografía (ficticia en multitud de pasajes) de uno de los baluartes de Al Qaeda en el momento del ataque a las torres gemelas: Mohammed Atta.

Con una estructura dividida en dos historias, el autor reflexiona sobre la cultura y la religión musulmanas desde puntos de vista poco convencionales en el mundo occidental. Se puede considerar una provocación, pero no creo que sea esa la idea principal que subyace en el texto. Kobek se acerca al terrorismo fundamentalista desde una perspectiva abierta que invita a la reflexión y que atrapa desde la primera página. 

Por un lado el lector asiste a los últimos meses de Mohammed Atta, en los que se infiltra en la sociedad norteamericana y prepara los atentados con toda minuciosidad; por el otro le conocemos en su etapa estudiantil, en el seno de una familia acomodada en El Cairo, mientras se documenta para su tesis sobre la imposición de la arquitectura occidental en Oriente Medio. Los dos arcos temporales, bien diferenciados, son un bastón para llegar al estrato más primario de un personaje ficticio basado en uno de los nombres más relevantes en este principio de siglo. 

En su etapa más joven Kobek narra cómo se moldea su mentalidad, generando un cierto rechazo a la sociedad occidental, pero también se dejan ver algunas costumbres, tradiciones y rutinas que lo acercan a la normalidad en la que cualquiera podría reconocerse. Las teorías de conspiración empiezan a dejarse ver en cada uno de los pensamientos del Atta más joven. Sirva como ejemplo la siguiente frase: “Walt Disney es el rostro humano del neocolonialismo. Atrás han quedado los cañones británicos y belgas, las escaramuzas de los franceses. En su lugar hay un nuevo caballero oscuro, un hombre que arrodilla a los musulmanes, que los seduce con vicio y blasfemia. Una iconología sofisticada que penetra en las mentes, que abusa de las almas”.

No es la única reflexión en este sentido, aunque Walt Disney es un blanco muy recurrido por el personaje, que también vierte su odio visceral hacia Israel, al que acusa de ser el domador de Estados Unidos, o muestra su rechazo hacia Monica Lewinsky, la que asegura que sólo es una espía judía. Sin embargo, la idea que deja poso al final de la lectura es la de la propia tesis de Mohammed Atta: la imposición de la arquitectura occidental en Oriente Medio como una forma de dominación cultural. ¿Y si los ataques del 11-S sólo hubiesen respondido a esta suerte de despotismo arquitectónico? Es la pregunta que parece querer lanzar el escritor turco americano con reflexiones como la siguiente en boca del personaje: “El nuevo edificio es una imponente monstruosidad, un símbolo más del imperialismo occidental. La vista desde nuestra sala refuerza mi sensación de intromisión extranjera.”

El relato de Kobek resulta provocador, al introducir el dedo en una llaga abierta como es el terrorismo islámico, y yendo más allá, buscando una causalidad y no limitándose sólo a las consecuencias devastadoras del acto. Todo tiene su origen, incluso las confrontaciones, y lo interesante de esta novela ensayística es que bucea en la mente de uno de los artífices para fabular con esas posibles chispas que dieran lugar a semejantes ataques de odio. 

Atta es rematado, además, por un breve relato, “El Whitman de Tikrit”, que narra el último día de Sadam Hussein en libertad. Jarett Kobek ha creado una obra muy recomendable para comprender un poco mejor la sociedad del miedo y la desconfianza en la que vivimos. El rechazo a lo distinto o lo extranjero que, llevado al extremo, deja horrores como los que todos tenemos grabados a fuego en la memoria, pero también como el resto, los que desconocemos, aquellos de los que no nos informan pese a seguir sucediendo día tras día.

Acercamiento a la 'nouvelle'

Ha dejado de llover. Andrés Barba. Anagrama, 2012. 208 páginas.

El relato breve condensa la narrativa de una manera excepcional. En pocas páginas siembra la semilla, hace crecer el fruto y lo recoge. Por eso se antoja, generalmente, el género más complicado para el autor que escribe. En esta obra, Andrés Barba se adentra en él y deambula por sus recovecos con solvencia. Con su narrativa aparentemente sencilla, lo cual desvela una amplia complejidad en los mecanismos, el escritor se adentra en las vidas de cuatro personajes en momentos muy determinados de su existencia: ese momento en el que, después de todo, descubres el sentido de la vida de otra persona, o su secreto, o alguna de sus inquietudes. 

En su novela Agosto, octubre Barba contaba una historia terrible, de esas que se quedan grabadas en el recuerdo y vuelven, cada cierto tiempo, para atormentar nuestra memoria. En este conjunto de relatos, de temática aparentemente más suave, el autor se centra en lo rutinario. La cotidianeidad es el origen de la literatura. Siempre suele serlo. 

Un joven que conoce a una chica que hará que su vida se tambalee y cambie por completo, una mujer que se detiene en la observación de la asistenta de su madre en los últimos meses, una adolescente que empieza a experimentar con el amor y un encuentro entre dos mujeres, madre e hija, después de la última vez que se vieron en el funeral del padre. Sorprende el retrato íntimo de los sentimientos en las cuatro narraciones. Y sorprende, además, que en tres de ellas, el protagonista sea una mujer y la narración siga siendo un retrato perfecto de esa idiosincrasia. 

Los mecanismos narrativos de Barba son similares en las cuatro obras, con alguna diferencia en la última, Compras, más cercana a la nouvelle que al relato y en la que los personajes se encuentran a sí mismo y se reflectan en el otro a base de conversaciones, caparazones y reflexiones. Quizás el relato que se sitúe en la cumbre de Ha dejado de llover sea Infidelidad, en el que una joven adolescente experimenta sus primeros pasos en el terreno de las relaciones con un chico al que no termina de comprender y amar, mientras descubre que su padre es una persona con un secreto importante. El desglose de reflexiones, sentimientos y comportamientos supone un acercamiento acertadísimo a la lógica humana.

Andrés Barba juega con las dualidades: el éxito y el fracaso, el amor y la infidelidad, la vida y la pérdida, como forma de aproximarse al retrato psicológico de unos personajes que tienen mucho de cualquiera de nosotros. Un conjunto de pequeñas construcciones, en un lugar común y perfectamente reconocible, Madrid, que vuelven a los temas comunes en su obra narrativa anterior. En La hermana de Katia la inocencia y los descubrimientos sociales eran el centro narrativo y en La recta intención, otro conjunto de cuatro nouvelles, similar a esta obra, los temas volvían a ser los mismos. Ha dejado de llover, por su parte, confirma una vez más a Andrés Barba como una voz fundamental en su generación. Un autor a tener muy en cuenta.