Los últimos años ha quedado más que claro que las nuevas tecnologías están ganando la partida a lo tradicional. Muchos han sido los ámbitos en los que la irrupción de nuevas máquinas y elementos técnicos han derivado en una progresiva decadencia de lo anterior. Posiblemente sea inevitable.
Walkmans, discman, reproductores de vinilos y, en otra materia, sobre la que va a tratar este artículo, las cámaras de fotografía analógica, y con ello la que podríamos llamar disciplina de la fotografía en papel.
Desde muy pequeño siempre he utilizado cámaras de fotos, emulando a mis padres, que siempre portaban una antigua cámara Petri, a la que colocaban el carrete para inmortalizar cada momento del viaje o excursión, o simplemente por el placer de fotografiar lo primero que se interpusiese entre el objetivo y el lejano horizonte –generalmente algún familiar-.
La fotografía analógica nada tiene que ver con la digital, si bien esta tiene innumerables ventajas con respecto a su antecesora: véase la posibilidad de realizar la misma toma las veces necesarias, el control de la exposición mucho más automatizado, que en ocasiones ayuda bastante, y un montón de innovaciones que hacen más accesible la fotografía a cualquiera que se preste a su aprendizaje. Sin embargo, con ellos se pierden muchos detalles que hacían de lo analógico algo realmente especial. La necesidad de obtener el momento justo en cuanto a luz, foco y todos los elementos técnicos, ya que si no había que gastar más de una instantánea –y eso en papel suponía un coste-; la necesidad de tener un par de carretes siempre en el bolsillo para no quedarte sin soporte que impregnar de luz y color (o de blancos, grises y negros); el sonido tan embriagador de los espejos robustos y bastos, que se levantaban y caían de una manera más rústica que los actuales.
Y, por supuesto, la magia que supone el revelado. Encerrarse en un laboratorio repleto de silencio y tenuidad para otorgar una imagen a un papel vacuo y sin contenido, mediante líquidos y esa profunda oscuridad. Siempre me pareció muy ocultista. Tal vez por eso me enamoré tanto de la fotografía, porque me parecía lo más parecido que podía encontrar a la alquimia, que tanto misterio me producía en mi cabeza. Fotografía alquímica… alguna vez pensé en ese término.
Qué decir de la desaparición amenazadora de los equipos instantáneos –las famosas Polaroid-, tan bohemias y añoradas, incluso mucho antes de concretarse su desaparición. Algo realmente triste. Algunos abogan por una reaparición futura de todos estos elementos. Yo pienso que, realmente, nunca dejarán de existir y utilizarse, pues siempre queda algún enamorado de estas doctrinas que continúa dándoles un aliento. Entre ellos me incluyo, por supuesto.
Henri Cartier-Bresson, Robert Capa, Robert Doisneau, Eve Arnold… fotógrafos clásicos, e indiscutiblemente importantes entre tantos otros. ¿Qué dirían ellos de esta progresiva decadencia de la fotografía, tal como ellos la conocieron y concibieron?
Publicado en La Huella Digital