lunes, 18 de noviembre de 2013

La reinvención de la soledad

La invención del amor. José Ovejero. Alfaguara, 2013. 256 páginas. 

Escribimos por la misma razón que leemos y por la misma que nos dejamos llevar por la imaginación: para poder vivir en otras vidas. Necesitamos de las historias para sobrevivir, para escaparnos de lo que a veces nos parece una vida tediosa o para sentirnos vivos; en definitiva, para completar nuestra existencia. Esa es la razón de que, por ejemplo, exista el cine, la televisión o la literatura. 

Sobre ese pivote, la imaginación, gira una y otra vez la última novela de José Ovejero, ganadora del Premio Alfaguara de Novela de 2013 y editada por el mismo sello. Samuel es un joven normal, un preso de la cotidianeidad, que sin embargo no tiene aparentes quejas con su vida. Es socio en una pequeña empresa dedicada a una rama de la construcción, tiene un grupo de amigos con los que pasar el rato y se confiesa como lo que un buen amigo mío considera un solterón alegre de su condición. 

Pero los cambios llegan, para bien y para mal, cuando menos lo esperas. Abres la puerta y, ¡bum!, ahí lo tienes, sin envolver. En este caso, recibes una llamada y tu vida cambia por completo. “Samuel, hola, soy Luis. Tío, no me lo puedo creer. Clara… Clara ha muerto.” Ya está, el motor de cambio de una vida acaba de instaurarse. El problema es que, en la novela, el cambio arranca en el sitio en el que no debe, ya que Samuel, el protagonista, no conoce a ninguna Clara. A pesar de ello, su tedio tras una noche de copas en la que piensa que su vida gira en torno a una repetición constante le lleva a hacerse pasar por ese otro Samuel que no es. De esta forma, decidido a no sabe qué, acude al funeral de Clara, con la vaga idea de saber quién es y de conocer a la persona que lo ha avisado del accidente, sin duda confundiéndolo con otro Samuel. 

Sin embargo, quién sabe si la excitación, la necesidad de inventar historias o el puñetazo que recibe del marido de Clara en el tanatorio lo llevan a seguir con la pantomima para conocer más de esa mujer y, sobre todo, de ese otro en el que se va a empezar a convertir poco a poco. ¿Por qué se merecía ese puñetazo? ¿Qué ha hecho Samuel? ¿Quién era en la vida de Clara? Para contestarse todas esas preguntas se vale de una mujer que lo recoge justo después del golpe recibido y lo lleva a casa; una mujer atractiva, que al principio entendemos como una de las amigas de Clara, a la que iremos descubriendo a la vez que el protagonista, en una clara declaración de la situación del lector en toda la historia. 

La invención del amor narra la vida –o las dos vidas simultáneas– de Samuel, que un día decide emprender una búsqueda del yo a través de su negación, con un proceso por el cual el protagonista se deja llevar por la vida de otro. Ovejero reflexiona sobre el peligroso dominio que la invención ejerce sobre el ser humano. Conocemos poco a poco a Carina, nos enamoramos (o no) de ella, de sus reflexiones, de su pausa y de la proyección que hacemos de su personaje porque aún no lo conocemos. Y nos indignamos con la actitud cobarde de Samuel, porque en el fondo comprendemos ese impulso imprudente de seguir adelante con la mentira. Porque, en realidad, cualquiera de nosotros fabula con ideas similares, con inventarse que es otro para ganarse a alguien o simplemente por el placer de salir de nuestra piel por unos momentos. Pero la impostura siempre conlleva unos riesgos, los riesgos propios de la mentira, que llevada al extremo puede dañar todo nuestro entorno para que el mentiroso siga manteniendo su coraza. 

La novela de José Ovejero es, según sus propias palabras, “una novela de amor para gente que no lee novelas de amor”. Y así es. Nos adentramos en una novela de intriga introspectiva en la que vamos descubriendo los misterios a través de giros narrativos, a veces demasiado inverosímiles, que sólo se atisban una vez sobrepasados. Samuel nos cuenta una historia de amor tan perfecta que en ningún momento alcanza a rozar un ápice de perfección. Y una historia de amor tan ilusoria, la de Clara, fruto total de la imaginación del protagonista, que da pie a la realidad más improvisada y cierta, la que sí vive con Carina. 

Con La invención del amor José Ovejero nos lleva a un Madrid grisáceo y tristón, de calles angostas, vencejos y olor a calamares, pero también al de Atocha, las flores de Tirso de Molina y los paseos por el Retiro. Un Madrid atropellado en el que, aun así, caben reflexiones sobre la invención, el amor –que vertebra sigilosamente toda la obra­–, el deseo o la memoria, como esta: “Nunca me han gustado los álbumes de fotografías: en ellos la gente tiende a parecer más feliz de lo que es, porque solo fotografiamos las fiestas, las celebraciones, las ocasiones en las que estamos con amigos, los viajes, e incluso los momentos en los que no estamos del todo felices, cuando nos ponemos delante de la cámara tendemos a sonreír, a estrechar el cuerpo que tenemos al lado con más fuerza o más emoción de la que sentimos. […] Supongo que los álbumes, o las colecciones de fotos que guardamos en nuestro ordenador, tienden a compensar el trabajo injusto de nuestra memoria, pues ella suele quedarse más bien con lo doloroso, con traumas y frustraciones, con lo que no hemos conseguido, con la situación en la que no reaccionamos como habríamos deseado.”

Publicado en Punto de Encuentro

viernes, 8 de noviembre de 2013

Stockholm syndrome

Explica Javier Marías en una de sus novelas la teoría por la que cuando una persona se enamora no lo hace de alguien, sino contra alguien. El amor puede ser una confrontación inagotable, un continuo cabezazo contra la pared y, algunas veces, una azotea desde la que mirar al horizonte por encima de todo o desde la que arrojarse al vacío.

En Stockholm, segunda película dirigida por Rodrigo Sorogoyen tras 8 citas, el amor es todo eso y más. Pero también mucho menos. La historia comienza una noche cualquiera, en una fiesta cualquiera, con dos personajes cualquiera; es un “chico conoce a chica” clásico. A ella (Aura Garrido) no parece hacerle mucha gracia al principio, pero a base de insistir y perseguirla, él (Javier Pereira) consigue seducirla para que se quede un rato más.

La noche madrileña será reconocible para cualquiera, algunas de las conversaciones que él intenta entablar, y el tonteo con el que intenta engatusarla, también. Sin embargo, a medida que la conversación y la noche pasan, él parece no entender algo: hay un límite que ella no quiere sobrepasar, aunque pudiese llegar a estar dispuesta a hacerlo.

Así se resume la primera mitad de la película, en una sucesión de secuencias casi teatral en la que los dos dialogan sin parar. Y entonces tiene lugar la ruptura, con la escena más poética y efectista de la cinta: un baile de ascensor y escaleras, en el que, mientras suena La gazza ladra de Rossini, una intenta salir del edificio y el otro que no lo haga para al final consumar el beso que toda la noche se intuía. El secuestro al que da nombre a la película se ha consumado.


A partir de entonces, cuando pasa la noche y sale el sol, todo parece haber cambiado. Ahora es él quien parece no tener más ganas de que ella se quede en casa y ella la que pone su paciencia a prueba con el mismo juego que él utilizó la noche anterior para seducirla. Cambio de tornas que puede llevar la situación al límite.

Stockholm es una panorámica de la manera de relacionarse de los hombres y las mujeres, ahora y siempre. Es verdad que la película supone un retrato quizás más fiel de la generación actual, la generación del “quiero esto y lo quiero ya”. La generación de la impaciencia, en la que por la noche, cuando todos nos ven, somos unos, y por la mañana, al resguardo de nuestro escondite, otros completamente distintos. La generación del “he conseguido esto, me ha costado mucho, pero ahora ya no lo quiero”.

El film se apoya incondicionalmente en los diálogos, con una teatralidad que llevan las secuencias a rozar los diez minutos mientras los dos conversan, se aprietan el uno al otro y se prueban. Por momentos, esa tensión latente y el cambio de tornas puede recordar vagamente a los funny games de Haneke, sobre todo cuando ella lleva el peso de la conversación. Aura Garrido (Crematorio, El cuerpo, Los ilusos) brilla por encima de todo con luz propia, y con una palidez tan lúcida como bella, que le han valido una merecida Biznaga de Plata en Málaga a la mejor actriz protagonista. Una protagonista que brilla más por la mañana que por la noche, a la que el giro sobre el que pivota la película le sienta de maravilla.

Es por la mañana cuando acompañamos a los personajes a la azotea, desde la que podemos intuir algún edificio emblemático de Madrid. La azotea, que cobra un valor tan simbólico. El aire que no hace más que representar la cárcel sobre la que se erige. “Ya no quiero hacer cosas que no quiero hacer”, dice ella por la mañana en referencia a lo ocurrido la noche anterior. La metáfora de la azotea como única ilusión de escape, la misma que utiliza el escritor Eduardo Ovejero en su última novela, La invención del amor.

Se puede decir, sin desvirtuarla ni una pizca, que Stockholm son dos películas en una, que se mueve entre dos géneros: una comedia romántica cercana a lo indie, en la primera media hora, y algo más cercano al thriller o al drama en la segunda. El resultado es un conjunto que engrana perfectamente, en los que, como mucho, chirría la escena introductoria, que pretende introducir una justificación al título de la película que, con el desarrollo, no habría sido necesaria. Por lo demás, un canto al cine hecho con escasos medios y por amor al arte, nunca mejor dicho, ya que el equipo sacrificó su sueldo para poder sacar adelante el proyecto. Digno de aplauso. Se cierra el telón. Os espera Estocolmo.

Publicado en In Magazine