jueves, 23 de enero de 2014

'Nymphomaniac. Vol. 2': la incomodidad como arte

El sufrimiento aparece en Nymphomaniac de forma abrupta. El principio, benévolo y con cierto humor, narra la historia surrealista de cómo Joe, cuando tenía cinco años, tuvo un orgasmo espontáneo acompañado de una epifanía. Tras este respiro llega la crudeza de un segundo volumen en el que el cineasta danés no sortea la polémica y se adentra de lleno en un camino espinoso en el que Charlotte Gainsbourg cobra todo el protagonismo que se le presuponía.

Nymphomaniac. Vol. 2 es similar a su antecesora, pero contiene diferencias significativas. El sexo deja de ser algo atractivo para convertirse en penitencia y castigo para Joe. La ninfómana empieza contando su etapa sadomasoquista, con constantes referencias religiosas y bíblicas (los latigazos, la metáfora sexual como tránsito entre la iglesia ortodoxa-oriental y la romana-occidental…). Reconoce Seligman, en el que se intuye la voz de von Trier, que no cree en Dios pero la religión le parece un tema muy interesante.

El guion da continuidad a la estructura que vertebró el primer volumen, con la excepción de que Seligman pasa de ser un interlocutor que sólo escucha a tomar la palabra y llegar a cuestionar a su huésped, algo que nunca había ocurrido hasta entonces. El personaje de Stellan Skarsgard toma especial relevancia en los dos diálogos más controvertidos de la película: uno sobre la pedofilia, con mensaje polémico y una argumentación fundamentada de Joe a la que se contrapone el viejo desde la perspectiva del público; el otro sobre la distinción de género que existe a la hora de abordar el sexo. ¿Hubiese sido distinta esta historia con un hombre como protagonista? Ahí queda la pregunta. 


El autor danés se recrea mucho más en esta segunda parte, su cámara provoca con imágenes duras –el pasaje de Jamie Bell– y grotescas –el chusco ménage à trois de Joe y dos corpulentos negros– y momentos que rozan el asco y la brutalidad. La película es apabullante y nada complaciente. Von Trier no evita polemizar y busca meter el dedo en la llaga con primeros planos de carne viva, fruto de los latigazos, sangre brotando de las llagas de Joe o primeros planos de escenas sexuales o violencia explícita. La incomodidad de las imágenes se manifiesta en concordancia con el recrudecimiento de la historia y con la propia vacilación de Seligman en determinados momentos. Sin embargo, cuando lo desea, el cineasta sabe crear imágenes verdaderamente poéticas y potentes, como la bellísima autocita a Anticristo que incluye en uno de los capítulos.

En la segunda parte de Nymphomaniac los símbolos se siguen sucediendo en la pantalla, acompañados de nuevo por unos subrayados excesivos, en ocasiones completamente innecesarios, y una música que merodea entre la polifonía de Bach y la forma de componer de Beethoven –otra representación del cambio que experimenta la vida de la protagonista– para después pasar al punk con el que se ilustra uno de los puntos inflexivos más suculentos del personaje. La versión de Hey Joe con la que Charlotte Gainsbourg entona el final merece una mención aparte a la banda sonora. 

Sorprende la brusquedad con la que llega el atropellado final, reconocida a Seligman por la propia Joe: “creo que he querido llegar muy deprisa a la parte final”. Extraña la precipitación, sobre todo, porque viene precedida de demasiadas digresiones menos primordiales. No obstante, a pesar del oscilante último tercio, el director aporta una solución que, pese a no brillar como mereciese, funciona y completa una obra a tener muy en cuenta en la filmografía del danés.

Y entonces, fundido a negro. Regusto a brillante incomodidad. Hey, Joe

Crítica publicada en Esencia Cine

jueves, 9 de enero de 2014

'The Grandmaster', evocación oriental de la belleza

La lluvia golpea cada esquina del encuadre. Una puerta se cierra y el patio en el que se sitúa la acción queda totalmente clausurado. El sonido de las gotas sobre el suelo ya mojado sólo es roto por el de los golpes de un hombre, Ip Man, que pelea contra todo un ejército de hombres. La potencia visual de las imágenes en esta primera secuencia no es más que un adelanto de lo que será The Grandmaster, un auténtico prodigio visual.


La cámara de Wong Kar Wai se desliza, danza, sensual, entre los contendientes en una coreografía perfectamente orquestada en la que en cada uno de los combates transluce la labor de Yuen Wo Ping, coreógrafo de escenas de acción en títulos como Matrix o Tigre y dragón. La belleza visual alcanza momentos de absoluta poesía. La cámara lenta y lírica del cineasta chino se alterna con la vertiginosidad de los combates, rítmicos, perfectamente estudiados por unos actores entrenados en las artes marciales para trasladar a la pantalla con veracidad sus personajes.

Ip Man (Tony Leung) será a partir de entonces el conductor, no tanto el personaje principal, de una historia que habla de artes marciales, de disputas entre academias y estilos, pero también de venganzas, amor y lealtades. El guion, cuasi lineal, aunque algo caótico en ocasiones, traza el camino del maestro desde tiempos de la China republicana hasta la etapa comunista de Mao, pasando por las cruentas invasiones japonesas o la guerra civil posterior.

No obstante, pese a ser el aparente personaje principal, Ip Man cede el testigo del protagonismo en diversos momentos a otros personajes, encargados de aportar una visión global del espíritu de las artes marciales en aquella época. Las academias, las diferencias de estilo de lucha e incluso las rencillas políticas conforman un territorio de desconfianza y reyertas que adquiere su punto de auge en la rivalidad entre Gong Er y Ma San.

Gong Er, gran Ziyi Zhang, es el personaje mejor trazado a lo largo del film. Última heredera de la familia Gong, si fuera hombre estaría destinado a tomar el relevo a su padre, gran maestro, pero el viejo Gong Baosen no quiere que se dedique a las artes marciales y sí que se case y sea una doctora. No obstante, su carácter pétreo la lleva más allá de los designios de su padre y se ve envuelta en una confrontación fruto de la venganza con otro de los maestros, Ma San, cuando éste traiciona al viejo Gong. En su camino conocerá a figuras como El Navaja (Chang Chen), maestro de una modalidad más callejera, o al propio Ip Man, con el que vivirá una historia de amor, encuentros y desencuentros que vertebrará buena parte de su vida.

Los paisajes neblinosos o nevados y los oscuros ambientes callejeros pugnan con los interiores cálidos, de tonos rojizos y dorados, de los apartamentos o el burdel gracias a la sugestiva fotografía de Philippe Le Sourd que, junto a una banda sonora evocadora y onírica creada por el habitual Shigeru Umebayashi, es el complemento perfecto a la plasticidad y belleza poética propias de Wong Kar Wai.

The grandmaster no es una historia sobre Kung Fu sino mucho más. Es una película que narra la palpitación de un periodo de la historia china en la que las artes marciales cobraron una relevancia excepcional. Y lo hace con la maestría propia de un cineasta elegante, fino, romántico, que se detiene en las miradas, los instantes precisos, lo carnoso de unos labios de mujer o la quemadura contenida de la sangre sobre la piel. Un Wong Kar Wai excelso.

Publicado en Esencia Cine

Subexposición literaria

La habitación oscura. Isaac Rosa. Seix Barral, 2013. 256 páginas.

El término subexposición se utiliza en el ámbito fotográfico para nombrar la técnica consistente en tomar una instantánea disminuyendo la luminosidad con el fin de conseguir un efecto determinado cercano a la penumbra. En su última novela, La habitación oscura, Isaac Rosa se sirve de una variante de este concepto, tanto en el argumento, con la referencia permanente de la sala oscura, como en la forma, con una narrativa bajo la que subyace la oscuridad social de los últimos tiempos. 

La trama es una de esas historias aparentemente sencillas en las que desde el principio se intuye un desenlace menos cómodo de lo que se aparenta. Un grupo de amigos cualquiera, en un local alquilado en la ciudad, durante una noche cualquiera de sábado en la que tiene lugar un apagón en la red eléctrica. La oscuridad cae accidentalmente sobre todos los protagonistas, que son a la vez narradores. Todos son uno y todos son todos. Como no podía ser de otra forma, el encuentro deriva en una fiesta orgiástica que marcará de por vida a los participantes.

Hasta aquí, nada del otro mundo. La vuelta de tuerca que da lugar a la novela surge cuando, tras la vuelta de la electricidad al barrio, el grupo, embriagado por la agradable sensación anónima de esa primera noche oscura decide crear un espacio para repetir la experiencia cada vez que lo deseen. La habitación oscura, que no filtra ni una gota de luz, funciona durante toda la novela como una metáfora de la cobardía con la que se enfrenta la sociedad actual a la vida. Se convierte poco a poco en el escondite para todo aquello que hace sentir mal o incomoda a sus beneficiarios, en “el pozo hacia el que todas las vidas desaguan”.

Desde la primera página Isaac Rosa nos trata de incluir en la última noche de esa habitación secreta, en la que los presentes esperan que alguien misterioso y desconocido para el lector vaya a buscarlos. La frase inicial es una muestra evidente de esa intención: “Vamos, entra, no te quedes ahí. Ya estamos todos”. Una clara interpelación al lector con la que trata de llevarlo a su terreno. A partir de entonces, la voz narrativa cambia de persona y de tiempo con la misma velocidad con la que el lector se adentra hasta el último sofá y con la que transcurre la historia merced a un ritmo narrativo trepidante.

Mientras el narrador –o los narradores, según el momento– nos cuenta la puesta en práctica y las consecuencias del pacto tácito sellado tras esa primera noche oscura, el autor intercala fragmentos que, bajo el sugerente título de Rec, muestran a desconocidos y anónimos que están siendo espiados a través de sus pantallas de ordenador o de sus dispositivos móviles. Evidentemente, las dos líneas se terminan entrecruzando en un giro excesivo, que no se deja ver hasta que lo tenemos impreso en nuestras manos. 

Isaac Rosa cuenta la historia del grupo de amigos mediante un rico abanico de técnicas, algunas más propias de otras disciplinas artísticas, como pueden ser el timelapse o un rewind en el que pasamos del futuro al pasado de los personajes a un ritmo vertiginoso. Esta diversidad de técnicas narrativas es uno de los puntos más atractivos de la obra. El autor construye, mediante un estilo fresco y vivo, una narración que reflexiona sobre el paso del tiempo, la nostalgia, reflejada en la mirada hacia atrás que supone la última noche de la sala oscura, y la metamorfosis del espíritu juvenil con el paso de los años. 

La crisis económica, subyacente durante toda la obra, junto con el apartado tecnológico, que aporta reflexiones sobre la seguridad digital y los peligros de las nuevas tecnologías, aportan dos patas robustas que descargan el peso de la historia principal cada vez que ésta parece empezar a agotarse. Estos dos elementos narrativos, por otra parte más tangibles y actuales, junto con las reflexiones sobre el presente, los movimientos sociales, los empresarios sin escrúpulos, etc., confirman a La habitación oscura como una obra absolutamente actual e imprescindible en la carrera literaria de Rosa.

Publicado en Punto de Encuentro

martes, 7 de enero de 2014

Sangre sobre la nieve

Rojo sobre blanco. La sangre se funde con la nieve que lo envuelve todo en Fargo. La estética de nieve, como lo llama Ethan Coen, impera sobre todos los personajes de una de las producciones más corales de los directores. La representación absoluta de esta estética se puede ver en todo su esplendor en el plano picado en el que Jerry Lundergaard, un fantástico William H. Macy, envuelto en un blanco despótico y pulcro, camina hacia su coche en el aparcamiento. La fotografía de Fargo, con la dirección de Roger Deakins, consigue que se sienta el frío del espacio a través de la pantalla. La palidez de los parajes baldíos, la luminosidad neblinosa que reflecta en cada pliego de tierra nevada o la “Minnesota Nice” que muestran los Coen (en la que crecieron ellos, por otra parte) contrastan con la crudeza y la violencia desprendida de la historia.


Los cineastas firman una historia aparentemente real (no hay total claridad al respecto) sobre un hombre que, asfixiado por sus deudas, decide planear el secuestro de su mujer junto a unos delincuentes, Steve Buscemi y Peter Stormare. La idea inicial es que todo sea rápido, sin violencia ni apenas sobresaltos, y que su suegro, un empresario montado en el dólar, pague un rescate. Sin embargo, como no podía ser de otra manera, todo se tuerce cuando los secuestradores empiezan a asesinar gente y entra en juego la eficaz sheriff Marge Gunderson, a la que da vida una brillante Frances McDormand.

Fargo juega con los elementos propios de la filmografía de los Coen: la violencia inherente a su narrativa, la carretera como lugar de desarrollo de la acción o el dinero ilegítimo que aparece en buena parte de sus películas. “Hay cosas más importantes en la vida que un poco de dinero”, recuerda Marge en uno de los momentos más importantes del film. No obstante, en mitad del enredo de violencia, sangre y muerte, sorprende la inclusión del remanso de paz que supone el matrimonio perfecto de la sheriff Gunderson, que funciona como la verdadera representación de esa zona casi nórdica de Estados Unidos. La inclusión de la pareja sirve a los cineastas para captar la esencia de esa “Minnesota Nice”, subrayada aun más por el uso casi cómico de los acentos que tiene lugar a lo largo del metraje. El medio oeste rural norteamericano es retratado a la perfección por un guion magistral que se complementa con el gran trabajo de Deakins en la fotografía.

A pesar de lo árido de la historia los Coen no dejan de lado su característico humor negro. Fargo es un thriller repleto de perdedores e impostores en una situación absurda y cruel por partes iguales, que trastorna la tranquilidad reinante en el lugar. Cabe destacar, por último, un montaje que hila todo con precisión de sastre y el trabajo actoral conjunto, sin ningún protagonista que destaque sobre el resto, con permiso de un gran Buscemi, habitual de los directores, y una luminosa McDormand, mucho menos gris que en otras de sus colaboraciones con los hermanos Coen.

Publicado en Revista Magnolia (nº 21, especial Hermanos Coen)