Diario de invierno. Paul Auster. Editorial Anagrama. 248 páginas. 18’90 €.
Paul Auster es un escritor con aura. Sus personajes, generalmente seres vulnerables que buscan un hálito de esperanza en cualquier esquina, suenan vagamente al escritor. Como él mismo dice, “los escritores somos seres heridos”. En su nueva obra, una suerte de memorias de la niñez desde el principio del ocaso, nos desvela alguno de sus secretos y se desnuda ante el lector.
Hablar a estas alturas de Paul Auster sería contraproducente. Cualquiera que lo haya leído sabe cuál es su estilo, la delicadeza de sus historias, generalmente muy cotidianas, y ese punto mágico que siempre le da a sus libros, que los hace tan especiales. En este Diario de invierno el escritor nos regala unas memorias que hacen un recorrido de su vida a través de su cuerpo: sus cicatrices, los cambios que experimenta, los hogares que ha habitado, sus viajes y las mujeres con las que ha compartido alguna noche de sus sesenta y cuatro años.
Con este fin, el neoyorquino ha utilizado una segunda persona que le permite permanecer distante a sus propias vivencias e incluso vanagloriarse de algún triunfo, pero sobre todo echarse en cara sus fracasos, fallos en las decisiones y avivar la llama de sus remordimientos. “Corriste un riesgo que no debiste asumir, y ese error de juicio continúa llenándote de vergüenza. Por eso al salir del hospital juraste no volver a conducir, por eso no te has sentado al volante desde el día en que casi mataste a tu familia”, dice sobre un terrible accidente de coche en el cual él conducía. Auster se muestra como un hombre frágil, lleno de culpabilidad en ocasiones, que es incapaz de expresar su dolor en los momentos trágicos de su vida y que conoce de cerca el olor de la muerte, con la que asegura haber coqueteado en un par de ocasiones.
El autor comenzó a escribir esta obra una noche de enero de 2011 en la que, según él mismo escribe, nevaba en Nueva York. Quizá contagiado por la climatología, Auster desliza las palabras con la suavidad del copo de nieve que cae lento para posarse finalmente en la retina del lector y crear una imagen del relato que compone.
Especialmente delicadas son las palabras que dedica a las mujeres, o más bien, a las tres mujeres de su vida: su madre, su mujer, la escritora Siri Hustvedt, y su hija Sophie. La vida del escritor parece haberse desarrollado siempre con algún vínculo fuerte con el sexo femenino. Las palabras a Siri son excelsas, muestra de un amor que es más bien veneración. Cuando el lector cierra la tapa de estas memorias, es muy posible que le hayan suscitado el interés por la escritora de origen noruego, a la que Paul Auster define como “la persona más grande y más pequeña que habías conocido nunca, o quizá la más pequeña y más grande”.
Dice de ella: “La inteligencia es una cualidad humana que no admite falsificaciones, y en cuanto tus ojos se habituaron al resplandor de su belleza, comprendiste que aquella mujer poseía talento, las mejores facultades mentales con que te habías encontrado.” Y así continuamente. No son las únicas palabras de adoración que aparecen, tanto hacia Siri como hacia su madre, pero será mejor que se lean la obra. Puede pensar el lector que el nuevo libro de Auster no pasa de ser una obra de memorias sin más, y lo cierto es que lo son, pero con el ingrediente especial con el que toca el autor americano a todas sus obras. No estamos ante su mejor obra, eso queda lejos, pero sí podemos decir que, junto a La invención de la soledad o A salto de mata, nos encontramos ante la obra más íntima y cicatrizante que haya escrito Auster hasta ahora.
Publicado en Otro Lunes
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