jueves, 14 de junio de 2012

Miguel Barrero: “No creo que la literatura sirva para forjar otras realidades con las que evadirse de la Realidad, con mayúscula”

Miguel Barrero publica su cuarta novela, La existencia de Dios, en Ediciones Trea. Escritor y periodista, columnista del malogrado diario La voz de Asturias y seguidor incondicional del Sporting de Gijón. El escritor de Mieres es una de las voces jóvenes más emergentes en el panorama literario nacional. Así lo demuestra su última publicación, que certifica lo que ya se veía en las obras anteriores: Espejo (KRK, 2005), ganadora del Premio Asturias Joven de Narrativa en 2004, La vuelta a casa (KRK, 2007) y Los últimos días de Michi Panero (DVD Ediciones, 2008), con la que ganó el Premio de Novela Juan Pablo Forner.


En La existencia de Dios el narrador también se llama Miguel Barrero. ¿Tiene la Literatura mucho de quien la escribe?

Uno siempre es el que es, y esa evidencia no puede ser ajena a aquello que uno escribe. En todas mis novelas estaban reflejadas, de algún modo, mis inquietudes o preocupaciones respecto a temas concretos; y también se reflejaba, como es lógico, mi forma de ver o de interpretar el mundo. No creo que La existencia de Dios sea más explícita, sino más directa; precisamente porque al tener el narrador mi mismo nombre, como bien dices, la identificación es muchísimo más directa. Siempre digo que es mi novela más personal y es cierto, por más que no haya que entender esa identidad entre el narrador y el autor al pie de la letra.

¿Influye más la realidad en la ficción o la Literatura nos determina a la hora de afrontar la vida?

No creo que ambas cosas sean excluyentes. La realidad siempre impregna la ficción en tanto que ésta siempre se construye partiendo de referentes reales, ya sean concretos y abstractos. Por otro lado, resulta innegable que la literatura determina o condiciona, en muchos casos, nuestra forma de hacer frente a los asuntos cotidianos: entre otras muchas cosas, somos lo que leemos.

La memoria juega un papel importante en la novela, pero quizá el pasado no sale del todo bien parado. ¿A la hora de echar la vista atrás tendemos a endulzar nuestras vivencias?

La memoria es tramposa por definición y tiende a convertir el pasado en un lugar más habitable, más acogedor, que el presente en el que estamos instalados. Esto no deja de ser una falacia, probablemente un mecanismo de protección que nos impida ser conscientes de que, en mayor o menor medida, hemos fracasado; y para desmontarla no tenemos más que preguntarnos cómo interpretábamos nosotros ese pasado cuando aún sucedía, es decir, cuando todavía era presente. No creo que en la novela sea duro a la hora de evaluar ciertos aspectos del pasado, pero sí pienso que trato de analizarlos con la frialdad que concede esa aparente indiferencia desde la que el narrador rememora ciertos hechos. Al mismo tiempo, esto no deja de ser otra trampa, porque implica juzgar el pasado desde unos criterios éticos y morales que emanan, fundamentalmente, de una experiencia de la que se carecía mientras estaba ocurriendo aquello que se analiza.

A lo largo de la novela queda la sensación de un ajuste de cuentas con el pasado. Paul Auster se refiere a los escritores como seres heridos que crean otras realidades para poder evadirse. ¿Estás de acuerdo con él?

A medias. Puede que, en efecto, escribamos porque sentimos algún tipo de desajuste que nos lleva a estar constantemente insatisfechos con la condición humana o que, por decirlo de otro modo, nos conduce a realizarnos preguntas sin respuesta en torno a nuestro papel en el mundo no como escritores, sino como meros individuos sujetos a unas reglas que no terminamos de entender; ocurre que, por un lado, no creo que esa preocupación sea exclusiva de los escritores o de los artistas, sino que sólo lo evidenciamos más porque disponemos de las herramientas necesarias para formular esas preguntas y, llegado el caso, amplificarlas; y, siguiendo con este razonamiento, no creo que la literatura sirva para forjar otras realidades con las que evadirse de la Realidad, con mayúscula. Creo que para lo que realmente sirven esas realidades es para forjar contextos donde uno pueda formular con mayor nitidez esos interrogantes para los que nunca podremos encontrar una respuesta.

En la conversación del epílogo, el narrador le dice a uno de los protagonistas: “Hablar de ti fue la mejor manera que se me ocurrió para hablar de mí”. ¿Es más fácil reflejarse en otra persona u otro personaje?

Somos nosotros mismos y las circunstancias que nos envuelven, y dentro de esas circunstancias también están los otros. Y los otros contribuyen a que uno vaya formando su propia personalidad, sobre todo en ciertas etapas de la vida que son las que centran el argumento de la novela. Esa frase que citas encierra una parte importante de la razón de La existencia de Dios, pero fue una razón que yo mismo descubrí a medida que la novela iba creciendo entre mis manos, cuando yo mismo fui consciente de por qué la estaba escribiendo y a dónde podía conducirme ese empeño que, por lo demás, surgió de una manera absolutamente casual.

El narrador de la historia escribe en una noche larga y desde lo más oscuro de su mente. ¿La escritura funciona como un analgésico en ocasiones?

No, no creo que sea un analgésico, y el narrador no la utiliza en ese sentido, sino precisamente en el contrario. No se trata de abstraerse del dolor, sino de utilizar un mecanismo que permita abrir caminos por los que transitar en busca de una comprensión de ese dolor.

La pérdida de la inocencia y el descubrimiento de la verdadera naturaleza de la vida son inherentes a la historia. ¿Le faltan a las relaciones actuales una pizca de inocencia?

Jacques Brel tenía, creo que en la Canción de los viejos amantes, unos versos que siempre me ha gustado mucho y que, más o menos (cito de memoria), venían a decir que «ojalá pudiésemos llegar a viejos sin ser adultos». La inocencia se pierde con los años, y puede que al mundo también le haya pasado lo mismo y sea ahora menos ingenuo que hace quinientos o seiscientos años. En cualquier caso, no creo que las relaciones actuales, en un sentido genérico, adolezcan de la inocencia que podían tener, sino que somos nosotros, como individuos que vamos cumpliendo años y sumando experiencias y constatando que las cosas no son tan fáciles como un día pensamos que eran, quienes nos vamos liberando de ese candor para impregnarnos de un descreimiento que vamos incorporando a nuestra propia idiosincrasia. No quiero caer en ese discurso de que los buenos tiempos fueron los pasados, sobre todo porque no me lo creo. Sencillamente, lo que pasa, parafraseando otros versos archiconocidos, es que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

El narrador escribe sobre personas con las que, pese a haber compartido gran parte de su vida, después no comparte absolutamente nada. ¿Avanzamos hacia una sociedad en la que el yo es el único pretexto?

Podría contestarte con palabras similares a las de la respuesta anterior. No es un problema de la sociedad, sino de los individuos. Creo que el ser humano es egoísta por naturaleza, y que ese egoísmo también atañe, desde el primer momento, a las relaciones que uno pueda tener. El personaje de Elena lo deja bastante claro en un pasaje de la novela, aquél en el que dice que en cierto momento el grupo servía como un instrumento para fortalecer las individualidades que lo componían. Uno conforma su personalidad teniendo en cuenta muchos factores, y uno de ellos, y no el menos importante, es el de la percepción que los demás tienen de él.

La soledad es, quizás, el segundo narrador de La existencia de Dios. A veces incluso parece cobrar voz propia en la habitación. ¿Cómo es de necesaria a la hora de escribir o de plantear una historia de estas características?

La escritura es siempre una actividad solitaria, y no lo digo en un sentido peyorativo. A poco que uno se tome en serio el proceso, la soledad se hace imprescindible para desarrollarla sin interferencias ni más condicionantes que los que uno mismo quiera imponerse. Lo digo como reflexión general, pero no podría hablar de su aplicación a esta novela en concreto porque, como ya dije en otras ocasiones, La existencia de Dios surgió de casualidad y sin que yo, en un primer momento, me plantease escribir una novela. Pero, evidentemente, si no hubiese dispuesto de la soledad que necesitaba para sentarme en mi escritorio, no hubiese tenido ocasión de escribir las primeras líneas de aquello que no sabía qué iba a ser y que se acabó convirtiendo en el libro del que estamos hablando ahora.

Por último, ¿dista mucho la Asturias de entonces con las Mieres, Oviedo o Gijón actuales?

Es cierto que los escenarios de la novela son muy concretos y fácilmente localizables, pero también que en ningún momento era mi intención establecer ninguna reflexión sociológica, o socioeconómica, a costa de un tiempo y un lugar de los que hablo por la sencilla razón de que fueron los míos. Una de las cosas que más me ha sorprendido de La existencia de Dios es que tanta gente, por varios motivos, se haya visto retratada en sus páginas, sobre todo porque en un primer momento tuve serias dudas de que lo que se contaba en ella pudiera interesar a nadie. Desde el primer momento, se ha entendido como una novela generacional cuando yo la vi, y la sigo viendo, como una novela personal, en realidad la más personal de todas las que he escrito. Ahora lo pienso y no es raro que la gente que más o menos tiene mi edad pueda percibir algunas características comunes, y que los lectores que pertenezcan a generaciones anteriores puedan interpretar lo que yo cuento en función de sus propias experiencias. Creo que, en definitiva, lo que ocurre es que, por puro azar histórico, el contexto subraya lo esencial de forma bastante acentuada. Alguna vez he dicho, medio en broma, que los que vivimos en la cuenca minera asturiana durante la década de los noventa tenemos la sensación de que el Apocalipsis es algo que ya sucedió, y lo cierto es que en aquellos años ese territorio en el que se desarrolla buena parte de la novela se vio sometido a unas incertidumbres y un desencanto que discurren en paralelo a los que sienten los propios personajes. ¿Si ha cambiado algo? Me temo que sí, pero en el mismo sentido en el que hemos cambiado nosotros: si en aquellos años podía haber un mínimo atisbo de esperanza, tengo miedo de que ésta se haya ido desvaneciendo hasta convertirse en una especie de quimera que aguardamos con escepticismo. Tengo la impresión de que los asturianos nos hemos acostumbrado a vernos permanentemente a la deriva, y va a ser difícil que nos curen ese pesimismo. Hasta el Sporting ha bajado a Segunda, y eso sí que es ya un fastidio.

Muchas gracias y enhorabuena por la novela.

Publicado en Culturamas

miércoles, 13 de junio de 2012

Crónica negra de un crimen

Betibú. Claudia Piñeiro. Alfaguara. 354 páginas. 18’50 €. 

Pedro Chazarreta amanece degollado una mañana de un lunes cualquiera en el elitista country La Maravillosa, en el que reside. Todos los indicios son los de un suicidio: el cadáver aparece con un cuchillo ensangrentado en su mano y una botella de whisky vacía a los pies del sillón. 

Sólo han pasado dos años desde que Gloria Echague, su mujer, apareciese muerta en similares circunstancias. Desde entonces la sospecha sobre él nunca ha terminado de disuadirse. Ahora muchos se toman su muerte como un ajuste de cuentas, incluso, como un derroche de justicia poética. 

Un poco más lejos, en Buenos Aires, la redacción de El Tribuno se despereza como si de un día normal se tratase, pero pronto la noticia volteará la situación. El nuevo redactor de la sección de Policiales recibe la noticia vía Twitter y trata de confirmarla. Junto a él se desplazarán al lugar del crimen, el antiguo jefe de Policiales, Jaime Brena, desplazado ahora a la sección de Sociedad, y la escritora de novela negra retirada, Nurit Iscar, conocida como Betibú por su parecido físico. 

No obstante, pronto veremos que el asesinato de Chazarreta no es casual, como se esperaba, pero que, además, esconde algo más que una simple venganza a su mujer. Una serie de sucesos prenderán la mecha y pondrán a investigar, casi a tiempo completo, al trío de ases que Claudia Piñeiro coloca en La Maravillosa. 

El argumento puede inducirnos a pensar que se trata de una novela negra, y a lo largo de la historia tiene muchas trazas de ella. Pero, además, en Betibú se entremezclan muchas más cosas. Las relaciones de amistad de Nurit Iscar con sus amigas, las complicadas tensiones entre la propia Nurit y Lorenzo Rinaldi, el director de El Tribuno y antigua pareja de la escritora; la banalización del crimen que vive la sociedad actual y, por encima de todo, el periodismo y los cambios en el paradigma de la profesión, introducidos por los avances tecnológicos, las redes sociales y todas las tecnologías de las que disponen los periodistas en la actualidad. 

Betibú es una perfecta radiografía de contraste entre el periodista veterano, representado por Jaime Brena, partidario de metodologías más tradicionales, culto y con amplia gama de lecturas a su espalda, y el recién licenciado que empieza a introducirse en el mundo periodístico, en este caso el pibe de Policiales, sin experiencia ni calle, que ha nacido con la tecnología y que sólo se nutre de herramientas como Google, YouTube o Twitter para localizar fuentes e informaciones. Un mapa de situación que nos permite ver perfectamente las coordenadas en las que se encuentra la profesión informativa en nuestro tiempo. 

Aderezan la receta unos secundarios más que interesantes. Gandolfini, Luis Collazo, Emilio Casabets o un gran personaje femenino como Karina Vives, encargada de la sección de Libros, que descorrerá la cortina que tapa un secreto capaz de asestar un duro golpe a Betibú. 

Claudia Piñeiro despliega una historia atrayente, en la que cobran protagonismo unos personajes ácidos a los que acompañamos y junto a los que vamos resolviendo el misterio, mientras somos testigos de la ironía sobre la situación política y la sociedad que se desliza entre las líneas de la obra. Una novela vertiginosa que sitúa a Claudia Piñeiro, todavía más, como una de las grandes voces narrativas de Argentina.

Publicado en Punto de Encuentro

miércoles, 30 de mayo de 2012

Juan Esteban Constaín: “Todo pertenece a la ficción, aun la realidad; sobre todo la realidad”

Se quedan cortos los 33 años para dar cabida a tantas aficiones, actividades y conocimientos como aglutina el colombiano Juan Esteban Constaín. Este profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Rosario ha unido sus dos pasiones -historia y fútbol- en su último libro, ¡Calcio!. Porque Constaín, además de profesor es escritor, traductor e historiador. Como escritor ya son tres los libros que tiene publicados, como traductor son muchas las obras clásicas que ha traducido a alguna de las seis lenguas que maneja (alemán, italiano, francés, inglés, latín y, obvio, español). Enamorado del fútbol -y de Boca Juniors, sobre todo- nos habla de esta última obra, en la que narra la historia del que pudo ser el primer partido de fútbol, mucho antes de lo que nos cuentan los ingleses…


Con un libro en el que el fútbol es el tema central, la pregunta es casi obligada: ¿que le diría a una persona no amante del fútbol para que se lanzase a leer ¡Calcio!?

Pues creo que la novela también tiene que ver con otras cosas: la soledad de la sabiduría, el exilio, las farsas del nacionalismo, la manera en que la realidad y la ficción están siempre tiñéndose mutuamente, etcétera… Así que creo que alguien que no ame al fútbol, o aun quien lo odia, podrá encontrar en este libro situaciones delirantes y maravillosos personajes verdaderos de la historia, que no pertenecen sólo a la cancha sino a la vida toda, a esa gran metáfora que es el mundo.

¿Cómo surge la idea de escribir una historia sobre fútbol? ¿Qué reacciones ha despertado?

La historia se me ocurrió en el verano del 2008, en Florencia. Ese año lo viví todo en Italia, y aunque estaba empezando un doctorado sobre la Antigüedad mediterránea, sólo quería escribir una novela en la que se hablara de fútbol. Leí mucho sobre el Calcio florentino —un deporte medieval que era mitad rugby, mitad nuestro fútbol de hoy— y sobre cómo, en 1530, los italianos desafiaron una prohibición de Carlos V para jugar a la pelota. Ahí tuve la primera parte de la historia. Luego, ya de regreso en Colombia, soñé un día con Arnaldo Momigliano, uno de los eruditos y sabios que más quiero y admiro y de lo que más he aprendido; releí su biografía, y entonces se me metió a la novela como el gran protagonista: un italiano y judío, brillante, exiliado en Inglaterra durante la guerra que decide decir que el fútbol no se lo inventaron los ingleses sino los italianos. Ahí estaba la otra parte de la historia, de la novela. Me senté al día siguiente y la escribí de un tirón, muy rápido. Ha despertado magníficas reacciones, por suerte, porque es un divertimento, un homenaje al fútbol y a la felicidad; una diatriba contra la solemnidad de la academia.

En el libro, el fútbol tiene un protagonismo total, incluso en un momento llega a convertirse en cuestión de estado y existe la posibilidad de que derive en un conflicto internacional. ¿Se podría actualmente llegar hasta ese punto?

No creo, porque el mundo de hoy no es tan serio, tan digno, tan honorable. Así que hablar del fútbol como una cuestión de Estado ya no tiene mucho sentido, por lo menos desde hace como dos décadas. Pero sí es una cuestión nacional —que es otra cosa— y para confirmarlo basta ver un Mundial, esa versión contemporánea de las guerras de antes. Así aparece todo: el fervor, el honor, la pasión, el heroísmo, en fin. El fútbol es, como ya lo han dicho tantos, el lugar definitivo de la condición humana.

Con el purismo británico y la pasión que existe en torno al football, ¿qué acogida tendría la teoría del profesor Arnaldo Momigliano en Reino Unido?

Pues Momigliano vivió allá más de 30 años, y fue una eminencia en el difícil mundo de los clasicistas británicos. Así que por lo menos por respeto a la memoria del verdadero don Arnaldo, los ingleses deberían acoger con benevolencia sus teorías en la ficción. No sé. El libro sale este verano en Italia y estamos negociando con varias casas en UK para lograr allá una edición. Sin embargo no es fácil, no van a enterrarse el cuchillo tan gratuitamente los ingleses.


En ¡Calcio! habla de la simbología bélica que utilizan los ejércitos en el partido y escribe: “El deporte es la guerra de nuestra época, y el honor que sus proezas regalan vale tanto como antes valían las conquistas y los asedios y los mares”. Hoy en día se siguen viendo en los estadios de fútbol esas banderas, cánticos de guerra, estandartes… ¿Esta sustitución es una muestra de que no hemos evolucionado o todo lo contrario?

Bueno: la evolución del ser humano es algo tan caprichoso, tan inasible, tan contradictorio… Piense usted en las barras bravas, en la violencia que aún campea en los estadios de muchos países. Pero claro: definir el honor de las naciones en la cancha y no en la guerra sí es mucho mejor, mucho más civilizado. O todo lo contrario, quizá.

¿Qué tienen en común el fútbol y la literatura? ¿Cree que son una forma de enfrentarse a la vida?

Claro que sí: son una forma de enfrentarse a la vida. Pero además el fútbol no es un conjunto de reglas sino un conjunto de excepciones; la literatura también. Y luego hay cosas más concretas y más técnicas: el estilo, el arte, la pasión, el poder del individuo… Todo eso está en los dos sitios, en la cancha y en los libros. Y luego está la poesía, que es un gol, una gran jugada, un caño, Maradona o Messi o Iniesta descifrando misterios con los pies.

Hace unos años parecía que el fútbol no casaba con los círculos intelectuales. ¿Cree que ya no existe esa connotación negativa? ¿O no ha existido nunca?

Ese era un prejuicio de gente necia e insoportable, de acartonados profesionales de las humanidades que sólo practican el onanismo de sus libros y sus ideas ilegibles. Pero entre la gente verdaderamente inteligente nunca se ha dado esa “prevención ontológica” con respecto al fútbol. Puede haber odio o aversión, que es otra cosa, pero no esos reparos absurdos del mundo intelectual que usted menciona. Sin embargo, muchos de los más grandes escritores y pensadores de nuestra época, fueron grandes amantes del fútbol y muchos incluso llegaron a jugarlo y muy bien. Piense por ejemplo uno de los mejores prosistas franceses de todos los tiempos, Henri de Montherlant, varias de cuyas novelas son un conmovedor homenaje a la pelota. Por mencionar solo uno…

En algunos medios se ha definido su novela como una obra erudita y de corte académico, en otros se ha dicho que roza el ensayo, o también que es una novela histórica. ¿En qué género la englobaría usted?

Es una ficción histórica, pero no es erudita sino festiva. Como dije antes, es un divertimento, un homenaje doble, al fútbol y a Arnaldo Momigliano quien demostró que se podía ser sabio sin sufrir en el intento ni hacer sufrir a los demás. Tiene reflexiones, sí, pedazos que podrían parecer un ensayo. Pero todo pertenece a la ficción, aun la realidad; sobre todo la realidad. No es una novela académica y creo que cualquiera la puede leer; no se necesita Wikipedia para saber quién es quién en mi libro, a no ser que uno quiera descifrar dónde están mis invenciones: las que aparecen en Wikipedia, esas son.

¿Se alimenta la literatura de la historia o, por el contrario, la literatura sirve como vehículo para construir una visión de la historia?

La historia y la memoria son un género literario, y la literatura no es sino eso: la construcción de una manera de entender el mundo que puede perfectamente servirse del pasado y de la historia. Yo por lo menos estoy situado en esa puerta giratoria, y no pienso moverme de allí.

En la dedicatoria inicial escribe: “A ese D10S argentino, que pateaba con la zurda y metía goles con la mano”. En el interior de la novela también hay un homenaje bastante evidente a Maradona. ¿Qué libro le recomendaría si tuviese la oportunidad?

¿A Diego? No sé: ¡Calcio!

Si Messi se lleva todos los galardones del fútbol, ¿quiénes podrían ser los ganadores de un hipotético premio “Libro de Oro”?
En el pasado, Dickens, Aulo Gelio, Borges. Hoy, Javier Marías.

Muchísimas gracias.

Encantado.

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domingo, 20 de mayo de 2012

¿Inventaron los ingleses el fútbol?

¡Calcio! Juan Esteban Constaín. Seix Barral. 224 páginas. 16’50 €. Premio Espartaco de Novela 2011.

Para empezar hay que dejar claro a qué nos enfrentamos antes de entrar en materia. ¡Calcio! es una novela que gira en torno al fútbol, sí, pero no es una obra que sólo puedan disfrutar los amantes del deporte rey. En esta ficción, el escritor colombiano Juan Esteban Constaín aporta una gran variedad de valores en torno a una guerra entre florentinos y españoles en el siglo XVI.

Todo empieza en Oxford, cuando el profesor italiano, Arnaldo Momigliano -personaje tan real como extravagante-, asegura en una reunión de su círculo académico -el Pickwick Club-, en 1947, que el fútbol no fue inventado por los ingleses, como se cree. Ya en el año 1530, durante el sitio del imperio español a Florencia, se jugó un partido de un juego tan parecido que podría ser el origen del fútbol actual.

Esta afirmación le costará al profesor italiano el cuestionamiento de sus colegas ingleses, sobre todo de un miembro de la Asociación de Fútbol de Inglaterra. De esta manera, Momigliano comenzará una búsqueda por los archivos de Florencia para demostrar que el calcio es el origen del fútbol y que los italianos son los inventores de este deporte.

Con una técnica narrativa muy peculiar, basada en la “reproducción” de esos archivos que el narrador va leyendo en su investigación, el autor nos lleva hasta el siglo XVI y nos hace partícipes del sitio al que los imperiales españoles sometieron a los ciudadanos florentinos, con Guillermo de Orange y Malatesta Braglione, respectivamente a la cabeza. Sitio que derivará en una suerte de Barça-Madrid del siglo XVI, con sabor a Evasión o victoria, en la que se enfrenta la experiencia de los florentinos frente a la dureza del novato con la que se empeñan los españoles.

Durante la reproducción de las Memorias del calcio florentino, obra supuestamente escrita por Momigliano, en la que se apoya la explicación histórica de esta fantasía, vemos como grandes personajes de la historia se entusiasman con el partido de calcio, con pasiones tan irracionales como las que vemos hoy en las gradas de los diferentes estadios mundiales. Miguel Ángel, el emperador Carlos V, el papa Clemente VII o Ximenez de Quesada, entre otros, aparecen relacionados con el juego, en el que se disputan algo más que tres puntos.

Tal vez uno de los puntos más llamativos de la novela sea la comparativa constante del fútbol con la guerra. Constaín escribe: “El deporte es la guerra de nuestra época, y el honor que sus proezas regalan vale tanto como antes valían las conquistas y los asedios y los mares”. Así justifica el fervor que generan los grandes partidos que llegan casi a detener el planeta hasta que el árbitro indica el final del encuentro, algo que también tiene lugar en Florencia durante este peculiar derbi.

La novela de Juan Esteban Constaín es una muestra de intelectualidad sin ostentación, una obra cargada de humor y amor por el fútbol; así como una historia divertida oculta entre una prosa culta y entretenida, que no decae en ningún momento y que incluso se permite un guiño sorprendente al mismísimo Maradona. ¡Calcio! es una demostración del buen estado de la narrativa colombiana, con escritores en buena forma de la talla de Juan Gabriel Vásquez, Héctor Abad Faciolince o el propio Juan Esteban Constaín.

Publicado en Punto de Encuentro

viernes, 11 de mayo de 2012

Boz, el narrador inmortal

El 7 de febrero de 1812 nació Charles Dickens en la ciudad portuaria de Portsmouth, en Inglaterra. Su familia no era de clase baja, pero siempre cargaba con las deudas de su padre, que despilfarraba el dinero con el que debía sustentar a su mujer y sus hijos. Era difícil, entonces, prever que, con el tiempo, el pequeño Charles se iba a erigir, junto a William Shakespeare, en el mayor narrador de la historia de la Literatura. 


Aunque no nació en Londres, se puede decir que el escritor era un londinense de pro, ya que su familia se trasladó a la city cuando él sólo tenía dos años. Desde entonces, la ciudad conserva ese aire propio de sus novelas. El espíritu del escritor deambula por la ciudad, llena de vestigios de su época. 

Los derroches de su padre hicieron que ni él ni sus hermanos accediesen a una educación consistente, salvo en contadas ocasiones. Charles Dickens se convirtió así en un experto autodidacta que pasaba las horas muertas leyendo en cualquier rincón. Era aún muy pequeño cuando se sumergió en obras como El Quijote o en los hitos de la novela picaresca, muy a la orden del día en aquellos tiempos. 

Uno de los primeros barrios en los que vivió, acogido tras el ingreso de su padre en prisión, fue el mítico Camden Town, en el que hoy se asienta el mercado alternativo más famoso del mundo y en el que hasta hace poco tenía su residencia la malograda Amy Winehouse. El barrio de aquellos años nada tiene que ver con lo que encontramos ahora. Camden era entonces uno de los suburbios más pobres de Londres. Allí es donde el futuro escritor empezó a adquirir su sensibilidad con la pobreza y con los estratos más bajos de la sociedad, a los que él también pertenecía. 

A la edad de doce años, el joven Charles comenzó su vida laboral. En su primer trabajo pasaba en torno a diez horas pegando etiquetas en una fábrica de betún. Con el dinero que ganaba, un sueldo miserable, pagaba su habitación y ayudaba a su familia, que vivía con el padre en la prisión (práctica permitida por la ley de entonces). 

En sus primeros años de adolescencia, mientras trabajaba en la fábrica, adquirió esa conciencia generosa y altruista que sería uno de sus sellos de identidad desde entonces. Esa capacidad de observación y de narración que elogiaron tantos grandes personajes. Marx celebró al escritor diciendo, nada menos, que su obra había hecho más por la clase trabajadora inglesa que “todos los discursos de los profesionales de la política, agitadores y moralistas juntos”. Y así es, Dickens era un hombre filantrópico, que se preocupaba por los demás y que narraba el drama de las clases bajas porque verdaderamente le inquietaba. 

A pesar de que se dice que Dickens no tenía una gran imaginación, la suplía con creces a base de observar. La cualidad más importante para cualquier escritor es la observación del mundo. Así se formó el gran novelista del XIX, mediante la observación del mundo que le rodeaba. De esta manera se convirtió en un símbolo de la cultura británica, que guarda toda su vigencia aún hoy. 

Buena muestra de ella es la cantidad de adaptaciones o menciones a sus obras que podemos ver en la cultura británica actual. Tal vez el mayor exponente sea Bleak House (Casa desolada), exitosa adaptación de la BBC sobre su novena novela, inspirada en su propia labor dentro del aparato judicial. Pero Casa desolada no es la única; las adaptaciones de Oliver Twist, David Copperfield, o A Christmas Carol son constantes. No pasa un año sin que podamos ver nuevos montajes o reinterpretaciones de sus obras. 

'Dickens dream'. 1875. Robert William Buss.
Londres y Dickens van de la mano. Uno se entiende menos sin el otro. La capital británica alberga un gran abanico de vestigios de la época victoriana en la que vivió Boz. Su casa de Londres, en el 48 de Doughty Street, y que curiosamente comenzó a habitar en 1837, año en el que comienza la era victoriana, es uno de ellos. Se trata de una vivienda de dos pisos, no demasiado pretenciosa, que se mantiene aproximadamente como el escritor la dejó a su marcha. Un lugar para el recuerdo del escritor, en el que podemos ver los manuscritos de obras suyas como Los papeles póstumos del Club Pickwick, que concluyó allí antes de comenzar Oliver Twist, o su colección de objetos más grande, entre ellos cartas y objetos que compartía con su esposa y sus hijas. 

El escritor popular que reivindicaba los derechos de autor 

Sabemos que en Londres terminó de forjarse como persona y comunicador. El escritor era, además, un gran convocador de masas. Cada vez que organizaba una de sus guías de lectura o una lectura pública, llenaba los locales o los parques en los que tenían lugar. Se convirtió en un personaje muy popular para los británicos y aún hoy sigue siéndolo. Con motivo del bicentenario, en la calle Victoria podemos encontrar, a menudo, un actor caracterizado como él, que da charlas a estudiantes o lee fragmentos de su obra desde un púlpito. Alrededor de él no cabe un alma. Todos escuchan con atención como otro nuevo Dickens nos narra sus historias de siempre. 

Peter Ackroyd, autor del reciente libro Dickens. El observador solitario, cuenta que: “En la época en que se inventaba la fotografía, ya era muy conocido popularmente, y cuando realizaba sus giras por América era seguido por multitudes en la calle y se congregaban masas frente a los hoteles en los que se alojaba.” Algo impensable hoy en día, en sociedades en las que los escritores pasan más bien desapercibidos entre modelos, futbolistas y actores. Boz se convirtió en una gran celebridad. 

A Dickens le encantaba que le adorasen, pero incluso esta adulación le parecía hiperbólica y no le terminó de gustar nunca, al igual que los propios Estados Unidos. Sus obras Notas americanas y Martin Chuzzlevit, escritas tras regresar del país norteamericano, dan muestra de ello. La relación del escritor con Estados Unidos no pasaba de una mera relación comercial, ya que allí había un número importante de lectores de Boz. 

Manuscrito de Dickens. Foto: Jesús V. S.
El origen de esta especie de aversión por los Estados Unidos viene dado por una polémica con los derechos de autor. El escritor se veía desprotegido por la ley estadounidense, muy proteccionista con los autores patrios, pero que, por el contrario, permitía a los editores publicar a los escritores extranjeros sin pagar ningún tipo de derechos. La cantidad de dólares que perdió Dickens por esta medida fue la espita de su recelo frente a América. Ni siquiera la popularidad que obtuvo, gracias a los precios populares que permitía este ahorro de los editores en derechos de autor, compensó la pérdida. Dickens lanzó una contraofensiva en sus discursos contra la ley que pronunció durante una gira estadounidense y en las obras posteriores que escribió al regresar. Se puede decir que el autor londinense fue uno de los primeros defensores de los derechos de propiedad intelectual. 

El caminante nocturno 

Quién sabe si fue entonces cuando comenzó a caminar en la noche. Su vida no era sólo éxito y adulación de su público, lo cual le encantaba y le hacía dedicarse en cuerpo y alma a ellos. No obstante, su mundo interior deja entrever un hombre corriente, que no se olvida de su pasado en la pobreza, que tiene graves problemas conyugales, su separación de Catherine o la complicada relación con sus hijos, entre otros. Tal vez sea esto lo que cargaba a su espalda cuando se internaba en la noche paso a paso. Dickens paseaba sin rumbo y sin horario. La noche casi era tan larga como sus caminatas. Cuentan las leyendas que una noche llegó a caminar hasta treinta kilómetros. 

Largo recorrido el de sus paseos, como larga es la magnitud de sus trabajos. Todavía hoy, dos siglos después, sigue siendo uno de los autores más traducidos y reproducidos. Sin duda, Dickens fue el escritor victoriano por excelencia y un narrador más que fiable de su época. Aún hoy conserva intactos su energía, su humor y su capacidad de observación. Quizás sean estas las características de su obra que le mantienen tan vivo hoy, doscientos años después de su nacimiento en Portsmouth. Boz está tan vivo como entonces.

Publicado en Punto de Encuentro

lunes, 7 de mayo de 2012

La oscuridad de lo efímero y lo duradero

La existencia de Dios. Miguel Barrero. Ediciones Trea, 2012. 96 páginas. 12 €. 

La memoria y el olvido son como dos enamorados cortazarianos: van de la mano, sin uno no puede existir el otro, se necesitan, pero, a la hora de la verdad, cuando la cosa se pone seria, son incompatibles. Miguel Barrero ha escrito una novela en la que uno de los temas que trata es, precisamente, la memoria. 

Haciendo equilibrios en la delgada línea que separa ficción y realidad, el escritor asturiano ejerce de funambulista, para contarnos la historia de Pablo, un amigo de la infancia con el que se ha ido distanciando a medida que el tiempo ha ido erosionando su estrecho y antiguo vínculo. 

La novela de Barrero es ese tipo de novelas en las que el escritor suele ser preguntado mil veces sobre qué parte de lo que cuenta es cierto y cuáles no. Desde la oscuridad de la noche más amarga de su vida, el narrador evoca todos los recuerdos que guarda de su adolescencia, aquellos en los que su amigo Pablo, un excéntrico y alocado chico, es el protagonista. Y el autor lo cuenta con una escritura delicada y dura a la vez, que consigue evocar vivencias compartidas de algún modo por cualquiera en la adolescencia. 

La soledad del estudiante que llega a una nueva ciudad y no conoce a nadie, la sensación de apatía y extrañeza al regresar a la antigua ciudad en los periodos vacacionales (Mieres, en este caso), o la transformación de la identidad de la persona a través del tiempo, desfilan por la mente del narrador en esta historia. 

La existencia de Dios es una breve novela que consigue mantenernos atentos desde la página uno hasta un revelador epílogo. Una obra en la que la memoria de Miguel y el recuerdo de una conversación con Elena, en la que Pablo también fue el centro de atención, nos hacen reflexionar sobre el tránsito de la niñez a la madurez y sobre la pérdida de la inocencia que eso conlleva. 

El escritor, en general, suele proyectarse en todas sus palabras. Es un hábito casi tan inalterable como la propia escritura. Esa proyección, en muchas ocasiones, se lleva a cabo en otras personas. Es más soportable escribir tu historia en la piel de otro. “Porque hablar de ti fue la mejor manera que se me ocurrió de hablar de mí”, escribe el autor en el epílogo. 

La nueva novela de Barrero es un texto magnífico, de lectura ágil, que nos hará reflexionar durante casi más rato del que tardaremos en leerla, sobre la vida y la muerte, la amistad, el olvido, el presente, y la fugacidad de todo lo anterior.

Publicado en Otro Lunes