Me enteré de la noticia, e inmediatamente, diría que ni medio segundo después, se puso a llover, pequeñas gotas tímidas que se dejaban caer como si no estuviesen seguras de si querían hacerlo verdaderamente. Como si cayesen en Lisboa. Se fue Saramago. Porque es ley de vida que todos nos vayamos, y al final del camino todos nos iremos. Da igual que hayamos llegado a la cima y hayamos tocado el techo de lo que hacemos, o que seamos sólo unos simples peones más del tablero. El final es el mismo, sin intermitencias.
El más grande de los escritores portugueses contemporáneos abandonaba su trayecto en su tranquila Lanzarote. Porque ese era su hogar, donde más le gustaba estar y donde verdaderamente se sentía vivo. La enfermedad le dejó paulatinamente sin energías y, finalmente, esta mañana consiguió doblegarlo. Y lo hizo antes de que concluyese la obra en la que trabajaba Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, una reflexión sobre el negocio armamentístico que prometía levantar ampollas.
Precisamente, por eso se caracterizaba. Sus novelas, complejas y bien estructuradas, trataban temas controvertidos de manera muy directa. El escritor ha sido duramente criticado en numerosas ocasiones por esa verdad suya, tan directa y dura, con la que dotaba de argumento a sus textos. Pero nunca se escondía, pese a las críticas que le llovían desde numerosos frentes no dejaba de decir lo que pensaba en cada momento. Algo que le honra profundamente, y que debería ser motivo de admiración. Bastante tuvo con la vida, que está para vivirla y no callar.
Hijo de campesinos, el mundo literario se rindió a su obra con el Premio Nobel de Literatura. Antes de este galardón su actividad literaria había sido frenética: Manual de pintura y caligrafía (1977), su reencuentro con las letras después de 30 años sin publicar, El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), que narra la separación de España y Portugal en una isla, Historia del cerco de Lisboa (1989) o El evangelio según Jesucristo (1991), con la que consiguió crear bastante polémica, al negarse Portugal a llevarla al Premio Literario Europeo. Saramago se instaló después de este roce en Lanzarote, donde viviría hasta su muerte. Cada vez que el de Azinhaga mencionaba a la Iglesia, surgían ampollas, como el año pasado ocurrió con la publicación de Caín, en la que el autor fabula, con mucho humor, sobre la vida de Caín, condenado por Dios a ser el eterno malo de la película.
La novela que cambió por completo su trayectoria literaria fue Ensayo sobre la ceguera, tres años antes del galardón, que se convirtió en su obra magna y dio paso a novelas similares (Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte…) en las que el autor desarrolla una idea ficticia mediante un condicional. ¿Qué podría pasar si todo el pueblo votase en blanco? ¿Y si la gente no muriese? Preguntas, sin duda, de una mente con mucha imaginación.
Con su literatura, el luso, que antes de escritor fue poeta, me enseñó a leer de otra manera, más profunda, entre ese estilo farragoso de diálogos, a veces difíciles de delimitar de manera clásica. Sus grandes obras hicieron aprender a la humanidad que a veces el más ciego es el que más capacidades visuales tiene, o que si utilizamos nuestra supuesta libertad de manera universal, podemos cambiar la sociedad de manera muy notable, o los pensamientos de un elefante, entre tantas otras cosas.
Así era este gran escritor, que nos dejó a los 87 años. Alguien para quien “la felicidad era una isla” y que, a pesar de todo, “reía, seguía riendo”, como recuerda su amigo Juan Cruz.
José Saramago (Azinhaga, 1922 – Lanzarote, 2010)
Publicado en Culturamas
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