lunes, 28 de febrero de 2011

Historia de lo insustituible


Lo que queda de nosotros. Michael Kimball. Tusquets Editores, 2010. Colección Andanzas. 176 páginas. 16 €.

Siempre que hablamos de novelas de amor –o películas-, pensamos en las clásicas ficciones cargadas de elementos melosos y típicos. Se tiende, por lo general, a identificar antes con el amor este tipo de historias que otras como, a simple vista, Señora de rojo sobre fondo gris de Delibes. Este breve texto de Michael Kimball me recordó alguno de los pasajes del anterior. Lo que queda de nosotros es una historia conmovedora sobre la ausencia y el significado de ella después de mucho tiempo de vida compartida. La historia personal de los propios abuelos del autor.

Una mañana el protagonista despierta y trata de despertar también a su mujer. Pero ella no despierta. Sufre un colapso que la mantiene sumida en una especie de letargo. Tras llamar a la ambulancia, asustado, el protagonista comprende que en ese preciso instante puede haber perdido para siempre a la persona con la que tantos años lleva compartidos. Puede que despierte del coma, pero si lo hace, también es muy probable que lo haga en estado vegetativo y con una notable pérdida de facultades.

La desolación que aborda al personaje con el coma de su mujer es terrible. Ante todo no quiere ver como su mujer se marcha y él sigue viviendo sin ella. Para ayudarla a despertar del sueño recoge unos objetos de su casa, mediante los cuales va estableciendo una cronología de la vida en pareja, graba los sonidos de la casa –el discurrir del agua al encender un grifo, la sirena de una ambulancia al pasar, el chirriar del parqué con los pasos…- y se muda a la sala de hospital en la que, ahora, vive con su mujer.

A través de dos narradores, el propio abuelo, que cuenta la historia en primera persona, con los detalles de cómo se siente en cada momento, con el terrible miedo de volver a casa desde el hospital por si ella muere y él no está presente cuando ocurre. El segundo narrador es el propio nieto, es decir, el autor del libro, que ofrece una visión de las enfermedades, la muerte y la relación que ha mantenido con ella, mostrando una frialdad reseñable al hablar de temas como las funerarias, los velatorios y otras prácticas.

“Pero tenía miedo de ir a casa y meter ropa en una maleta. Me aterraba que mi esposa muriera si no me quedaba allí con ella. Me sentía como si, permaneciendo allí con ella, pudiera mantener de alguna forma a mi esposa con vida. Quería quedarme allí con ella durante todo el tiempo que le quedase de vida.”. Es sólo un ejemplo del tono con el que se narra la historia, que pese a ser reseñada como novela, yo no la clasificaría como una novela al uso, sino como un conjunto de visiones y vivencias que guardan cierta correlación entre sí.

En resumen, Lo que queda de nosotros narra la progresiva pérdida de la persona con la que se comparte la mayor parte de una vida y los mecanismos del cuerpo tras la muerte. Los sueños, mediante los cuales el protagonista se comunica con ella, de manera muy conmovedora y emocionante, los antiguos objetos que quedan de ella en la casa y que aún guardan su esencia y su perfume, o sus fotografías y su diario, entre otros.

Michael Kimball nos hace partícipes de un fragmento de su vida, que sirve al lector para entender la ausencia de un ser querido, y al propio escritor para queda en paz con dicha pérdida.

Publicado en Culturamas

martes, 8 de febrero de 2011

Los gatos se citan en la preguerra

Riña de gatos. Eduardo Mendoza. Editorial Planeta. 432 páginas. 21’50 €.

Eduardo Mendoza nos transporta a principios de 1936. Un inglés termina de escribir una carta en un tren que le lleva a Madrid. “Tuyo siempre, Anthony”, concluye poco antes de llegar a la estación de Venta de Baños, en la que tendrá que apearse para continuar su viaje a la capital. En Madrid le espera una ciudad inesperadamente convulsa, que vive en los prolegómenos de un inminente enfrentamiento y que se llenará de misterios e intrigas.

Riña de gatos, que lleva como subtítulo Madrid, 1936, crea un retrato de la sociedad prebélica de Madrid. Los grupos de ultraderecha cobran fuerza en las calles mediante su actitud violenta, pero el partido comunista contrarresta esta espiral de combate con más violencia en las calles. En medio de este ambiente, Anthony Whitelands llegará a casa del duque de Igualada y su familia, para autentificar –o no- un cuadro de un importante pintor español.

Allí, en la mansión aledaña al céntrico Paseo de la Castellana conocerá al marques de Estella, un joven con el que congeniará muy bien desde el primer momento, del que descubrirá que es el Jefe de la Falange, un movimiento ultraderechista que comienza a movilizarse en España contra el gobierno del Frente Popular. Por si fuera poco, José Antonio Primo de Rivera, pues ese es su nombre, como descubre Anthony posteriormente, mantiene una intensa, aunque distante, relación con la hija del duque, Paquita.

Anthony recorrerá las calles de Madrid, envuelto en numerosos entuertos y aventuras con distintas mujeres de todos los estratos posibles que le apartarán un poco de su misión inicial. En su recorrido, se encontrará con personas de toda clase: el ya citado Primo de Rivera, el fantástico poeta falangista Rafael Sánchez Mazas, completamente olvidado –posiblemente como castigo póstumo a su ideología-, los policías Coscolluela y el teniente Marranón, el Presidente de Gobierno, Manuel Azaña, Guillermo, el hijo falangista del duque y sus distintas pero no distantes hermanas, Paquita y la pequeña Lilí.

Todo transcurre en una cronología intensa, inverosímil por momentos, y con bastante ritmo, que indica que pronto ocurrirá algo. Y así es. Pronto la novela dará un vuelco con una arriesgada petición que tendrá que estimar y con la aparición de misteriosos personajes, como el ruso Kolia. Anthony Whitelands recorrerá las calles de Madrid con un ojo siempre abierto, por lo que pueda pasar, y con la mirada puesta en la espalda, pues en Madrid, en 1936, ya no puedes fiarte de nadie.

Lo más destacable de esta magnífica novela de Eduardo Mendoza es el tratamiento que hace de los personajes, que evolucionan a lo largo de la novela y van dejando ver sus entresijos conforme el tiempo arrecia. Mendoza no deshumaniza, un punto importante en el propio tratamiento de los personajes, ya que son mostrados como personas, sea cual sea su ideología. Todos tienen puntos claros y puntos oscuros, bravuconadas tanto como miedos e inseguridades. Por si fuera poco, el autor deja pinceladas de Historia del Arte muy interesantes –impregnadas de opinión-, sin rozar en ningún momento la pedantería.

La visión de un Madrid convulso y agitado de preguerra en los ojos de un anti héroe británico. Ese podría ser un buen resumen de esta nueva novela del barcelonés Eduardo Mendoza, que obtuvo el Premio Planeta 2010, a priori con toda justicia.

Publicado en Culturamas

viernes, 4 de febrero de 2011

La literatura como viaje

Viajo en un vuelo Madrid-Berlín mientras se acerca la que posiblemente sea hasta ahora la medianoche más fría. Alrededor viajan un grupo de personas que me acompañan: algunos duermen, otros escriben, otros miran las nubes por la ventana… Yo leo. Hace unos minutos una mano amiga me deslizó desde atrás un ejemplar de 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff. Desde entonces no le he quitado ojo.

Viajo en un vuelo desde el aeropuerto de Barajas a Schonefeld, aunque verdaderamente llevo un rato viajando entre Londres y Nueva York. La distancia entre el 84 de Charing Cross y el 14 Este de la Avenida 95 es larga, pero a mí no me supone más que un giro de página. Marks & Co se acerca con cada palabra y los libros que le llegan a la lectora que escribe las cartas, los degusto junto con los vaivenes del avión. Es asombroso como la literatura puede convertirse, si así lo deseas, en un viaje.

Desde pequeño siempre me he acostumbrado a ver a mi madre con un libro a medias. Recuerdo verla sentada con algún libro de la escritora Barbara Wood, que solía intercalar con otras obras, de índole completamente distinta y diversa. Mi madre no ha salido de España salvo en contadas ocasiones, pero estoy seguro de que conoce casi rayando la perfección, los innumerables parajes descritos por la inglesa. Todo gracias a su pasión por los libros y a su imaginación.

Hace un par de años viajé a Lisboa. Tiempo antes un amigo me había hecho llegar, de manera totalmente fortuita, El libro del desasosiego de Pessoa. Cuando tiempo después supe que quería volar hasta allí –creo que, en parte, influido por este autor- leí fragmentos de El año de la muerte de Ricardo Reis de José Saramago, también impregnada del espíritu de Pessoa. Mientras volaba hacia la tierra de los fados, no podía parar de recordar pasajes de estos libros. ¿Os podéis creer que los días que pasé en la ciudad de Lisboa, aquella se me presentó tal como la había imaginado con aquellos libros? Es como si ya antes hubiese visitado aquella urbe decadente.

De esta manera, he sabido cómo era Barcelona antes de viajar hasta allí, he subido al Tibidabo en el funicular antes de hacerlo, he viajado a Edimburgo antes de coger el avión, o a Londres, o he caminado por Brooklyn y Tokyo mucho antes de aterrizar en sendas megalópolis. Lo que leemos, a veces, nos sirve de guía de viajes, además de amueblarnos las ideas. Sin embargo, es sólo un complemento, hay que dejar volar la imaginación a lugares inhóspitos y sentir a nuestro alrededor todo aquello que un autor describió antes para nosotros, pero sin olvidar que tan solo es eso. Sino podremos volvernos locos, aunque, qué poético enfermar de literatura.

La literatura es algo más que la lectura de un libro. Deja un poso muy duradero que, incluso con el paso del tiempo, puede hacernos recordar sensaciones vividas en un lugar, ya sea ficticio o no, como recuerdo yo ahora las sensaciones vividas en ese vuelo entre Madrid y Berlín (Londres-Nueva York) en el que justo antes de que la nave tocase pista, acabé de leer la última correspondencia entre Helene Hanff y Frank Doel.

Publicado en La Huella Digital

miércoles, 2 de febrero de 2011

La humanidad del rey Jorge VI

Hacía tiempo que no salía de una sala de cine con la sensación de haber disfrutado de una película redonda. El discurso del rey me dejó sin palabras. Desde el repertorio de actores hasta la magnífica labor de recreación histórica llevada por los encargados de la dirección artística, que lejos de aburrirnos con demasiadas referencias al marco histórico, permiten al espectador situarse en el contexto de la acción sin apenas esfuerzo.

En el periodo de entreguerras, el rey Jorge V (Michael Gambon) agoniza en su lecho de muerte. Tras sus pasos reinará el primogénito, Eduardo VIII (Guy Pearce), que pronto abdicará en la figura de su hermano Bertie, Jorge VI (Colin Firth), para casarse con una divorciada de Baltimore. Hasta ahí todo parece normal, sin embargo, Bertie está aquejado de una tartamudez muy traumática desde los cinco años, que le impide articular sus palabras con la fluidez necesaria para dar sus discursos.

Será su mujer, la futura Reina Madre (Helena Bonham-Carter), quien le lleve en la sombra hasta un excéntrico logopeda para intentar paliar este defecto del habla. Los métodos de Lionel Logue (Geoffrey Rush) serán variopintos y poco convencionales y, pese a la reticencia inicial del futuro monarca, pronto su problema empezará a corregirse.

El carácter del rey es bastante susceptible después de arrastrar desde pequeño la burla de su hermano y la presión de su padre para que superase el problema, pues el rey Jorge V confiaba más en Bertie que en su hermano, para legar el cetro del Imperio. Las sesiones entre Logue y el rey seguirán avanzando poco a poco, hasta que llegue un momento de tensión en el que parece que todo se rompe.

La situación en el mundo es cada vez más delicada con el nazismo y el comunismo ascendiendo en su espiral de barbarie y con una Inglaterra que es la única potencia que se puede erigir en la salvadora del mundo. La guerra con Alemania se acerca y pronto el rey Jorge VI tendrá que dar por radio el discurso más importante de su vida, con el que tendrá que unir la fuerza y los ánimos de todos los británicos en el Imperio y las colonias. Con la ayuda del terapeuta y con una confesión de última hora de Winston Churchill (Timothy Spall), que le ayudará a encarar de otra manera el cometido, el rey tratará de dar aliento a las tropas y a los millones de oídos que esperan con suma atención sus palabras.

La cinta es resuelta con una brillantez tan sencilla que asusta, en la que un plantel de actores, tanto protagonistas como secundarios, brillan con luz propia, entre los que destacan los dos protagonistas: Colin Firth –que suena a Oscar- y Geoffrey Rush, que aporta unas dosis de humor muy ácido que agilizan la trama en el punto exacto en el que se hace más necesario.

Sin duda, creo que Tom Hopper puede quedar muy satisfecho con el resultado de su trabajo y con la implicación y el esfuerzo de sus actores. Creo que El discurso del rey se convertirá en su obra maestra. Desde la primera escena, con el fallido y angustioso discurso del todavía príncipe en el estadio de Wembley y las ilustrativas lágrimas de su mujer, hasta el último discurso previo al comienzo de la II Guerra Mundial, la película nos mantiene con la atención activada al cien por cien para conocer un desenlace que, posiblemente muchos ya conocerán, pero que aún así esperan con avidez.

Publicado en A mí películas

domingo, 30 de enero de 2011

Parque decadente

Sunset Park. Paul Auster. Editorial Anagrama. Colección Panorama de Narrativas. 288 páginas. 18’50 €.

La novela de las ausencias. A lo mejor si alguien me viniese ahora y me lanzase el reto de describir Sunset Park en una frase le diría esa. E igual me equivocaría por completo, porque habrá cien mil interpretaciones más, y mejores seguro, que la mía. Pero a mí, durante toda la lectura de su última novela, Auster me dejó el regusto de la ausencia en el paladar.

Miles Heller es un limpiador de casas desahuciadas, tiene veintiocho años y hace casi una década un hecho violento le hizo romper toda la relación que tenía con su familia y huir de Nueva York, ciudad a la que no ha vuelto desde entonces. En los últimos años, además de limpiar los hogares, hace fotografías de todas las cosas abandonadas que encuentra en ellas, con el simple pretexto de documentar gráficamente la certeza de que alguna vez existieron allí familias.

Ahora vive en Florida. Su vida allí se limitaba a trabajar y no acumular recuerdos del pasado ni tener un futuro demasiado definido, pero un día conoció en un parque a Pilar, una joven cubana, mientras los dos leían El gran Gatsby. La chica es menor, lo que complicará un poco su relación, que empieza a cobrar cuerpo. Entonces Miles tendrá un contratiempo con la hermana mayor de Pilar y se verá casi obligado a abandonar Florida hasta que la chica cumpla la mayoría de edad.

El protagonista arrastrará su cuerpo hasta Nueva York, con el peso de la ausencia de Pilar siempre encima, y allí se reunirá con un viejo amigo de la familia, Bing Nathan, que le hará un hueco en la casa que ocupa ilegalmente junto a dos chicas en el barrio de Sunset Park, en Brooklyn.

Entonces Miles descubrirá poco a poco a los personajes de la casa: Alice, una investigadora que se encuentra haciendo una tesis sobre Los mejores años de nuestra vida, Ellen, pintora frustrada, cargada de secretos, que vende casas, y el propio Bing, que trabaja en lo que él llama el Hospital de Objetos Rotos. Cada personaje es presentado con una panorámica perfecta, tanto interior como exterior, y el mundo interior de cada uno cobra una importancia primordial con los monólogos y los capítulos exclusivamente destinados a las reflexiones de todos ellos. Por si fuera poco, el contexto temporal en el que se desarrolla la acción, los primeros años de la actual crisis, ayudan a entender muchas situaciones de la novela.

Además de los personajes de la casa, Miles vuelve a encontrarse en la gran manzana con los fantasmas del pasado, con los que decide que es hora de reconciliarse. Vuelven a su imaginario los recuerdos con su padre, el editor Morris Heller, de cuando él era niño, o el abandono de su madre, Mary-Lee Swann, una actriz que le abandonó con seis meses, casándose con otro hombre, y de los pocos encuentros que tuvieron desde entonces. La madre es un personaje bien hilado desde el principio y que al final sorprende, como la actual mujer de su padre, una extravagante Willa, eminencia universitaria en Londres, que sufre crisis nerviosas, o como el propio marido de su madre.

Todos ellos han permanecido en contacto todo este tiempo que él no ha estado, porque aunque no tengan nada que ver, entre ellos aún desfila un hecho ocurrido hace unos años. Desde entonces Bobby, el hijo de Willa, y Miles son dos ausencias para ellos.

La novela comienza con mucho ritmo, en uno de los mejores principios del autor en toda su obra. La presentación del personaje es perfecta y culmina con la narración del hecho terrible ocurrido con Bobby. Después el ritmo decae algo, aunque la historia no pierde nada de fuelle y continúa sorprendiendo con alguno de los giros hasta el último revés, quizás algo más tardío de lo que se podía esperar, aunque muy revelador para el final de la historia.

Son muy destacables los tramos en los que el padre o el propio Miles recuerdan, cada uno desde su posición solitaria, pasajes que vivieron juntos, como sus conversaciones de beisbol o los almuerzos que tenían lugar junto a Bobby en aquel bar de mala muerte. Por momentos la escritura de Sunset Park nos trae a la memoria La invención de la soledad, otro hito del neoyorquino. También es interesante el seguimiento de los personajes a través de un hilo casi invisible como es la película Los mejores años de nuestra vida, con la que todos acaban entablando algún tipo de vínculo.

Auster vuelve a deleitarnos con una novela en la que se preocupa por la sociedad, por los derechos humanos como deja claro con el caso de Lu Xiaobo en el que trabaja Alice en la organización PEN. Y retorna el americano con una visión de pesimismo latente respecto a la ausencia y a la soledad, que vuelve a seducirnos con un catálogo de elementos muy propios de Auster, que casi podríamos archivar ya como austerianos, como el fotógrafo de cosas abandonadas o el Hospital de Objetos Rotos, que rememoran, por ejemplificar a simple vista, a la Bella y Perfecta Madre o al Hotel Existencia de Brooklyn Follies.

Una historia muy recomendable y que desprende humanidad por todos sus pliegues. Otra vez podemos leer a un Paul Auster que fija su ritmo de publicación en una novela por año, y que se erige como uno de los cronistas de Brooklyn más afamados de nuestra época, algo así como “el Woody Allen de la literatura”.

Publicado en Culturamas

lunes, 17 de enero de 2011

La creación de un mundo

La creación de un mundo consistente es lo que verdaderamente hace que una novela o saga adquiera la categoría de inmortal. Parece fácil, pero lo cierto es que en su creación las complicaciones se suceden y pocos lo consiguen. No basta con ponerse a escribir y ya está. Los personajes tienen que tener un pasado, un presente y un futuro en mente. No sirve que se sucedan los hechos en su vida para crear la ilusión de realidad. Tienen que pensar, no ser simples marionetas del autor, aunque en cierto modo también lo sean. El mundo creado en la obra tiene que ser verídico, tener verosimilitud, aunque no necesariamente tiene que ser cierto.

Es obvio que Unamuno nunca habló con sus personajes como ocurre en Niebla, acaso en sus sueños o su imaginación, ni siquiera García Márquez vivió alguna peste de olvido; pero los dos lo hacen verosímil en sus páginas. Lo importante es que, dentro del juego de la ficción, la historia sea creíble. Hay que tener cuidado, a veces el autor incurre en situaciones que si bien podrían ser verdaderas y ocurrir en la vida real –y por tanto en una novela-, cuando las trasladamos a los folios pierden su credibilidad por la improbabilidad de que sucedan.

Una saga jamás será completa si en ella no se vislumbra un mundo bien estructurado y perfectamente plausible. Aunque sea ficticio. Al hilo de esta disertación, mentaré una saga que, por juvenil que parezca, no tiene nada de eso. El título en cuestión es el famoso mago Harry Potter. Pocas veces he leído la creación de un mundo cómo el creado por la británica. El mundo está dividido entre magos y muggles –los que no lo son-, pero el mundo mágico no se queda en un simple lugar en el que las personas se lanzan conjuros y hechizos sin más.

Este mundo mágico está perfectamente estructurado. Existen gobierno y mecanismos gubernamentales como el Ministerio de Magia, existen grandes figuras de la historia universal de la magia, grandes comunicadores y periodistas, mitos, realidades, guerras mágicas a lo largo de la historia… Los magos tienen un sistema educativo bien definido, similar a lo que podemos ver en cualquier sociedad, salvo que en este caso los colegios son tan sólo cuatro en todo el mundo, pero el sistema es similar al que conocemos en nuestros países. Incluso constan cuentos populares al uso de nuestras caperucitas y patitos feos, recogidos por la autora en Los cuentos de Beedle el Bardo. El quidditch y los mundiales de este deporte mágico son otra señal de que el mundo imaginado por J. K. Rowling durante un viaje en tren va mucho más allá de su mente y está perfectamente diseñado en las páginas de la saga. Ni qué decir tiene, por no redundar, la Tierra Media de Tolkien.

La creación de un mundo implica muchas pequeñas creaciones. El autor tiene que saber resolver cualquier pequeña duda que se le plantee sobre su creación. De esta manera equivaldría a algo así como un ser que observa todo desde el punto de vista del que conoce cualquier pequeño matiz de ese pequeño mundo inventado.

¿Quién cree que si preguntásemos a Gabriel García Márquez sobre algún hecho ocurrido en Macondo no sabría contestar? Si en las páginas de Cien años de soledad ilustra a la perfección la historia de ese pequeño pueblo y de todas las visitas que ha recibido de los gitanos, las enfermedades que han atacado a sus habitantes, las guerras que se han librado entre liberales y conservadores o las aventuras del coronel Aureliano Buendía en sus viajes fuera de la localidad. La historia de Macondo es tan amplia como puede ser la de América Latina o la de la ciudad de Barcelona, pues está perfectamente constituida por el colombiano desde antes de terminar de escribir la novela. Y seguramente esté guardada acumulando polvo en la biblioteca municipal de Macondo, si es que existe alguna.

Un ejemplo muy curioso y explicativo de esto y de cómo coexisten estas creaciones con nuestro mundo podrían ser las novelas de Enrique Vila-Matas. En Dublinesca, por ejemplo, el personaje escribe una teoría literaria, que recientemente ha sido publicada con la firma del autor bajo el nombre Perder teorías. A veces los mundos literarios y nuestro mundo real pueden cohabitar e, incluso, colaborar entre ellos con aportaciones y todo tipo de ayudas e injerencias.

Escribir parece fácil, y quizá lo sea. Todo el mundo sabe escribir. La complejidad radica en cuando se quiere escribir bien, cuando lo que se busca es narrar. Ahí es cuando la cosa se complica y entonces es donde se ve si un escritor y su ficción perdurarán en el tiempo. Esa es la literatura que merece laureles y reconocimientos. La literatura real, pese a la redundancia de la palabra en este artículo, la que merece la pena estudiar.

Si todavía alguien cree que puede ser fácil, que coja un papel y lo intente. Igual se da cuenta entonces de la complejidad y la capacidad que requiere. O quizás sea un genio…

Publicado en La Huella Digital